guas. Rodeado por cuatro ventanillas amplias; afuera la lluvia se convierte en aguacero y a la redonda el mundo gris y mojado se encharca a una velocidad escalofriante. Intenta salir. No lo logra. Más bien comprende que no vale la pena. Aún por encima del nivel alcanzado por la inundación, los semáforos siguen dando órdenes que nadie está en condiciones de obedecer, anegados unos, sumergidos otros, o varados, o flotando a la deriva. El verde del siga, de metálico poderío, y su reflejo en el agua. El rojo, imperioso. Contra un cielo que igual podría no existir. Aguante compadre, no se me doble. Sólo queda esperar. Aguante el rato. Serenidad y paciencia, mi querido Solín.
De dónde sacó la gente tantas lanchas, quién sabe, pero los pioneros del éxodo, los más eficaces, comienzan a pasar remando, y un par con motor fuera de borda. Bien por ellos. Él permanece en condición de varado, que no es la peor, dadas las circunstancias. Lo que sube, ya bajará. Además, lo que resta de las carreteras quedó intransitable. Lo repiten en el radio. Los puentes se caen. Sigue lloviendo en muchas partes, parece que no va a parar y nada a la redonda tiene pinta de monte Ararat. Contempla la lluvia como los marineros. La escurridera. Lo anegado que se pone. La de resbalones. Serenidad y paciencia.
2. La hora de los huesos. El insospechable olor a tierra enterrada durante siglos, quizás desde siempre, tan intenso que se impone al penetrante olor de los muertos. A escala telúrica: cerros rotos, riberas volteadas, arboledas derribadas. La visión terrible de raíces gigantes echadas al aire en un mundo al revés. Tierra negra empujada por las avalanchas de los desgajamientos. Lo que no es lodo es agua turbia estancada sobre los poblados, o desbocada en anchos ríos rompiéndose el hocico contra las piedras de la sierra y las casas.
Las culebras flotaron y treparon a los árboles, algunos ratones con suerte, perros y gatos, un perico de alas cortadas. Su jaula se aleja flotando, abierta, y se hunde. Gente en azoteas y tinacos, o en los techos de los carros arriando las velas para no moverle de más.
Quedó inservible este humus duro expulsado del yacimiento de su mineral profundo y su riqueza en elementos necesarios para la capa de suelo donde los campesinos cultivan la comida y los productos de la tierra; les da pozos, les permite jardines. Un terremoto no lo hubiera subvertido más, y este daño posee una extensión mayor, como si la inundación fuera a ser eterna. Vendrá la seca, la hora de los huesos. Y los muertos podrán enterrar a sus muertos.
3. Piedras. Están chiquitos y sólo hablan nahua mientras arrojan riendo sus peculiares pedradas sobre la superficie de lo que viene a resultar un charco grandísimo causado por el río loco que corre allá. Nosotros lo llamamos hacer patos
. Gana la piedra, plana de preferencia, que pega más brincos y llega más lejos antes de hundirse. Algún día, con ese pulso, uno de ellos puede convertirse en lanzador estrella de las Grandes Ligas. ¿Por qué no? ¿No fue un niño así, mayo de Etchohuaquila, un héroe inmortal de los Dodgers de Los Ángeles, Fernando, El Toro Valenzuela, Anguamea? Los hay que aprenden tirando piedras.
De momento sin embargo el futuro está hecho de humedad, de hambre, de frío, de susto, de anhelo. De nada. Piedras en el agua, sin lugar para los sueños.
4. La foto o la vida. Cayó la noche. Oscurana pura. ¿Para qué iba a haber electricidad si no quedaban lámparas, ni techos con foco, ni postes? Llovía y llovía. Todos metidos en sus casas. Entonces comenzó un tronido en el cerro. Unos corrieron, aunque ninguno a la primera, hasta que el tronido retumbó bajo sus plantas. Unos no reaccionaron a tiempo, como los Migueles y doña Emma. Nadie alcanzó a verlos salir. Y en unos segundos ya nadie alcanzó a ver su casa.
Los que corrieron más rápido tampoco pueden contarlo. Los alcanzó la crecida antes que se dieran cuenta. No distinguieron que ese tronido era distinto del de los cerros, pensaron que era el mismo, quedaron rodeados y rápido se los llevó la corriente con la hamaca del cruce, los huacales de los patios, los pollos y los cochinos.
La libraron aquellos que se quedaron en medio. Alcanzaron el techo de la escuela, que era el más grande de los techos. Dejó de llover. El agua seguía subiendo. Del segundo piso lograron sacar pupitres, mesas y papel seco para prender los fuegos. No para iluminarse, no había nada que ver. Para que los niños se enfriaran menos. Para reconocerles la cara a los vivos.
Gracias a tomas desde un helicóptero, aparecieron en los medios gráficos como náufragos alineados en masa a orillas de un río salido de madre. El presidente se confundió, creyó que lo esperaban, y los incluyó en su gira; en realidad esperaban algo más importante: la manera de conservar el respiro después de este fin del mundo. Cómo que la foto o la vida, si las fotos no se comen.
Lo siguiente, ¿despoblar? Ya se frotan las manos las mineras.