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La memoria contra el olvido
U

na buena cantidad de libros, miles de artículos y notas periodísticas, decenas de filmaciones, entre ellas muchas en Youtube, son testimonios de lo ocurrido precisamente ayer hace 45 años en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Los jóvenes de ahora, para que recuerden lo que no debe olvidarse en México y el mundo, pueden ver, entre otros muchos documentos fílmicos, Tlatelolco: las claves de la masacre (2002), elaborado por La Jornada y el Canal Seis de Julio, o Masacre en Tlatelolco, 2 de octubre de 1968, bajo la dirección de Alan Tomlinson. Estos videos y otros que vi y escuché en estos días revelan, por si hubiera alguna duda, quiénes fueron los principales culpables de aquellos lamentables sucesos y lo que realmente ocurrió. Ahí están Díaz Ordaz aceptando su responsabilidad como presidente de este país en las muertes, desapariciones y acosos de ese año; Luis Echeverría Álvarez, también responsable como secretario de Gobernación; los militares Gutiérrez Oropeza y Gutiérrez Barrios, Nazar Haro, y muchos más que eran o habían sido miembros del Ejército Mexicano involucrados en los batallones que agredieron a la ciudadanía en Tlatelolco asesinando (sí, asesinando) a mujeres, niños y muchos estudiantes. Todos los mencionados colaboraron con la CIA o ésta con ellos, incluso entrenando a los provocadores que iniciaron los balazos ese día, varios de ellos del tristemente famoso Batallón Olimpia (los del guante o pañuelo blanco en la mano izquierda), militares vestidos de civil entrenados para exterminar civiles indefensos.

Los documentos desclasificados de la embajada yanqui calcularon entre 150 y 200 muertos. Díaz Ordaz señaló públicamente que sólo habían sido entre 30 o 40 soldados, alborotadores y curiosos (así lo dijo), como diciendo que no eran para tanto las culpas que se le imputaban. Además de asesino era un cínico, del cual se han encargado la historia y la literatura, por un lado, y los testigos de su gobierno, civiles y militares, por otro lado, que han protegido su nombre y su barbarie guardando un elocuente silencio cómplice que algún día será descubierto en su totalidad, aunque ya se sabe más de lo que hubieran querido.

Si hubieran existido entonces Internet y los celulares de ahora sabríamos mucho más. Aun así, las imágenes fotográficas y las cintas filmadas de aquellos días no dan lugar a la duda ni a la especulación de que hicieron gala los grandes periódicos y los medios electrónicos que, como suelen hacer incluso ahora, mintieron minimizando la acción de militares y policías y exagerando el movimiento estudiantil al presentarlo como una conjura comunista que quería sabotear las Olimpiadas y la estabilidad del país. Los argumentos de siempre.

A nadie, cuando comenzó el movimiento en el verano de ese año, le interesaban las Olimpiadas ni cosa semejante. Si algo se puede afirmar categóricamente es que el movimiento se llevó a cabo y creció por la represión oficial de que fue objeto desde los primeros días. De no haberse dado ésta, los estudiantes no se hubieran organizado ni su movimiento se hubiera desarrollado como ocurrió sobre todo después de la Marcha del silencio del 13 de septiembre. Fue tan conmovedora esa marcha que el pueblo, que todavía tenía dudas, espontáneamente se unió, y así seguiría hasta el día de la matanza. Cinco días después (el 18 de septiembre), el Ejército, con tanques artillados que tuve la oportunidad de ver desde la acera en avenida Universidad, invadió la Ciudad Universitaria de la UNAM. Los militares entraron a bayoneta calada, destruyeron puertas y robaron todo lo que les pareció de valor en los cubículos de los profesores e investigadores. Fue no sólo una grave ofensa a la autonomía universitaria sino un incidente sin precedentes totalmente gratuito e innecesario, como lo demuestra el hecho de que en menos de 24 horas liberaron a los detenidos, entre los que estaba incluso la directora de la Escuela Nacional de Economía, Ifigenia Martínez.

Yo era entonces investigador del Instituto de Investigaciones Sociales comisionado al Instituto de Ingeniería. Cuando fui a buscar a un colega y gran amigo con el que trabajaba en Ingeniería, el soldado que resguardaba una de las entradas al campus me dijo: Si entra, no sale. No entré, imaginándome lo peor, que no fue ese día sino el 2 de octubre.

El 2 de octubre iba a asistir al mitin de Tlatelolco pero otro amigo me dijo que mejor no fuera, que había visto tanquetas y camiones de granaderos cerca de la Plaza de las Tres Culturas. Le hice caso a su intuición (y a la mía) y aquí estoy recordando cómo la irracionalidad del gobierno (incluyendo al Ejército) lesionó de manera indeleble a México, a sus ciudadanos y a los verdaderos estudiantes que arriesgaron sus vidas por un país mejor y por gobiernos menos autoritarios.

Hubo, como siempre, y también hay que recordarlo, provocadores e infiltrados (¿en qué movimiento no los hay?). El más señalado entonces fue Sócrates Campos Lemus, tiempo después asociado con el narcotráfico al mismo tiempo que era alto funcionario de la Procuraduría General de la República. Fue por esta razón que el procurador Macedo de la Concha se vio obligado a hacerlo renunciar (véase La Jornada, 26/4/2004). Los más radicales en un movimiento social suelen ser los infiltrados de los cuerpos de seguridad del Estado, por esto es que son llamados también provocadores.

En fin, a 45 años debemos hacer que la memoria sea más fuerte que el olvido. Quienes perdieron a un familiar o un amigo en los sucesos del 68 tienen derecho a exigirnos que no olvidemos. No olvidamos.

rodriguezaraujo.unam.mx