n gobierno que teme a su pueblo busca engañarlo, inventa patrañas y monta comedias para ocultar la verdad. Cuando un gobierno busca el bien colectivo –yo participé en uno de esa clase–, no requiere sino decir la verdad, administrar con honradez y gobernar con prudencia. Un buen gobierno no debiera necesitar de aparatos de publicidad, de voceros ni de equipos de relaciones públicas, nos ahorraríamos muchísimo dinero que podría emplearse en obra pública, en salud, en seguridad y, especialmente, en educación.
Hemos sido testigos de la implementación de toda una campaña publicitaria y mentirosa, que tiene por finalidad convencer a la gente de que quienes se manifiestan en la vía pública para defender derechos o para pedir o exigir de la autoridad algún servicio, una determinación o la corrección de políticas equivocadas, son enemigos del orden, tienen secuestrada a la ciudad
y crean desorden y violencia.
Las autoridades y los grupos de presión, poderes fácticos, temen a los ciudadanos que piensan, que no se dejan envolver por la manipulación de los medios, porque esos ciudadanos conocen sus derechos, en especial los derechos públicos de opinión, de reunión, de manifestación.
Más allá de las molestias pasajeras a los automovilistas, de las supuestas pérdidas multimillonarias del comercio citadino y de las hipotéticas cifras millonarias de horas hombre
perdidas por las marchas, lo que causa escozor a los enemigos de los manifestantes es que éstos hagan uso de sus prerrogativas ciudadanas y protesten, exijan y opinen.
Los derechos del hombre y el ciudadano aparecieron en la época moderna como una conquista popular frente a la monarquía y el autoritarismo. En la Revolución Francesa, en plena euforia de cambio, de liberación y de rompimiento con el pasado, la Asamblea Nacional de los franceses decretó una lista de derechos, denominados derechos humanos, porque sin ellos hombres y mujeres no lo serían plenamente, serían tan sólo posesiones de otros, pueblo oprimido y atropellado por los poderosos. Los derechos humanos reconocen y respetan la dignidad de las personas.
Estos derechos reconocidos universalmente constituyen un breve catálogo de libertades; se reconocen los titulares de los mismos como iguales y, a partir de la declaración solemne, quedan borradas las diferencias entre nobles y villanos y todos asumimos el inapreciable papel de ciudadanos.
En este catálogo encontramos la libertad personal, la igualdad, el libre tránsito, el derecho de reunión, el de petición, el de imprenta; la facultad de manifestar las ideas, la inviolabilidad del domicilio, el derecho a poseer armas, a defendernos en juicio, alegar y presentar pruebas y otros más. Todos son derechos frente al Estado, ante la autoridad. Desde un principio, la doctrina de los derechos humanos los entendió precisamente como un ámbito personal del que el poder público queda excluido, un espacio al que la autoridad no puede penetrar.
Cuando hay ciudadanos que tienen conciencia de sus derechos y los ejercen y los defienden causan malestar a los poderosos; pueden también producir algunos males pasajeros y más o menos tolerables a otros ciudadanos, pero causan especialmente una muy grande molestia a las gentes del poder, a quienes estorban e irritan, pues conocen y defienden sus derechos.
Los autoritarios, aquellos a los que el ejercicio de un derecho les estorba, si pueden suprimirlo, lo hacen, si ven que el costo político o la reacción a su atropello puede ser grande, preparan primero el terreno con mascaradas, a veces cruentas para justificar la posterior represión.
Crean, fomentan, cultivan, una leyenda negra contra quienes ejercen su derecho. Para impedir su ejercicio tienen que convencer, aun cuando sea con mentiras, al resto de los ciudadanos que forman la opinión pública, y en este afán no nos extraña lo que hemos visto y ya es voz pública.
En la marcha que conmemora el 2 de octubre, aparecieron, como ya lo habían hecho en otras marchas, extraños personajes enmascarados y armados de tubos, palos, piedras y cohetones, con los que atacan a policías y destruyen vidrios, puertas y algún mobiliario urbano. Crean zozobra, provocan y atemorizan; lo extraño es que lo hacen de tal modo que sus hechos delictivos puedan ser filmados para que posteriormente los veamos reiterados hasta la náusea en las pantallas de televisión; hay momentos en que parece que están actuando ex profeso para el canal de las estrellas.
No son parte de la manifestación; son infiltrados que a alguien benefician y sirven. Tampoco son anarquistas; parecen más bien halcones, mercenarios que hacen mucho daño a la ciudad, al ambiente social ya de por sí crispado, especialmente a los que pacíficamente ejercen un derecho que molesta a los poderosos. Sólo benefician a quienes irrita que ciudadanos pacíficos, pero valientes, ejerzan su derecho a manifestar colectivamente sus ideas.