l anuncio de Roma de que el próximo 27 de abril, se llevará a cabo una doble canonización de dos notables pontífices contemporáneos es muy reveladora a la luz de los cambios y transiciones que vive el Vaticano. Por un lado, la inevitable santificación de Juan Pablo II (1920-2005), y por otro, el reconocimiento de Juan XXIII (1891-1963) el papa del concilio. Ambos comparten además del nombre una singular capacidad carismática que ha dejado huella en la historia; sin embargo, entre los personajes existe un notable diferencia, tanto en el estilo de gobernar como en la visión del papel de la Iglesia en el mundo. Mientras Roncalli es el Papa del aggiornamento o la puesta al día de la Iglesia, en contraparte el papa Wojtyla es una especie de Napoleón eclesiástico
, como algún vez, en tono de broma, lo calificó Giancarlo Zizola. Para Juan XXIII fue imperativo que la Iglesia dialogara con apertura los grandes problemas y anhelos del mundo moderno. Mientras Juan Pablo II, por el contrario, ante el fin de la guerra fría, fue portador de un proyecto eclesiocéntrico del cual hoy el actual pontífice Francisco se desmarca.
Sin duda Juan Pablo II es el símbolo de esa Iglesia que eclosionó en la dramática renuncia de Benedicto XVI. Wojtyla es el personaje insignia del conservadurismo de la curia vaticana que ha conducido a la Iglesia a la ruina, es decir, a una de sus peores crisis en toda la historia. Con habilidad y sensibilidad, el papa Francisco accede a la santificación del heroico papa polaco con el contrapeso de Juan XXIII. Sería erróneo establecer antípodas entre ambos papas pero es evidente que Francisco no quiere focalizar todos los reflectores en Juan Pablo II, porque percibe muy bien el peligroso culto a su personalidad del sector utraconservador al cual se está enfrentado en Roma. Abrir el escenario a Roncalli representa presentar al mundo la diversidad de los carismas, la pluralidad de miras en la Iglesia y tomar distancia de las absolutizaciones. En sentido metafórico, así se miran muchas cosas en la Iglesia, se exalta el pontificado bajo los matices y acentos que cada pontífice imprime a su reinado. Francisco evita así la adulación nostálgica de una Iglesia triunfalista y mediática, la exaltación a un caudillo religioso que encabezó, probablemente, la última tentativa de la reconquista cristiana del mundo. Ya no a través de las tropas laicas del catolicismo social sino de la estructura eclesiástica y del peso político de los obispos como cabezas de un operativo fallido que terminó por desfondarse ante los continuos escándalos.
La canonización de Juan Pablo II probablemente acapare la mayor atención mediática, pero tendrá el contrapeso no sólo de Juan XXIII sino del propio Francisco, que en definitiva ha venido demostrando que se identifica mucho más con la bonhomía pastoral de Roncalli que con el épico viajero Wojtyla. Francisco ha conjuntado en la doble canonización motivos de sobra para que progresistas y conservadores celebren al mismo tiempo a su santo preferido. Para que se reabra en tono festivo el juicio de la historia por los proyectos de Iglesia que aún están bajo el signo de la disputa en un complejo contexto de pérdida del capital moral que había conservado.
Como analista no escondo mis reproches a la canonización un tanto apresurada de Wojtyla. Pero ese ya no es el punto, porque hay un factor de sobra conocido que desluce la exaltación mordaz en torno a Juan Pablo II. El tema de fondo es la sombra del caso Maciel en la causa canónica de santificación, y el lodo que ha envuelto a los Legionarios de Cristo, que ha salpicado a Karol Wojtyla. El Vaticano no ha podido responder convincentemente el cúmulo de cuestionamientos y señalamientos sobre el encubrimiento sistémico que Juan Pablo II operó a favor de Marcial Maciel. Y es precisamente desde México, donde el Papa polaco cosechó grandes fervores, que se colocan los mayores reparos al proceso de santificación, porque solapó y protegió a un asesino clerical y a una congregación empresarial poco católica como son los legionarios. Ahí están los contundentes testimonios recogidos por Carmen Aristegui en el libro Marcial Maciel, historia de un criminal (Grijalbo, 2010), los libros de Fernado M. González de editorial Tusquets, y el más contundente, La voluntad de no saber (Grijalbo, 2011), donde se demuestra con cientos de documentos extraídos de los archivos del propio Vaticano que la curia sabía bien y cómo ocultó durante décadas el comportamiento del pederasta y sicópata Maciel. La misma Valentina Alazraki, ferviente admiradora de Wojtyla, en su libro La luz eterna de Juan Pablo II (Planeta, 2011), reconoce sobornos legionarios a altos miembros de la curia y trata de demostrar y hasta justificar que Juan Pablo II fue engañado tanto por Maciel como por sus más cercanos colaboradores. Como sea, ahí está una pesada losa para la credibilidad de un exhaustivo
procedimiento de investigación canónica puesto bajo la mirada de la sospecha.
Sé muy bien que muchos ya están hartos del tema, de los reproches y las denuncias, pero aún no ha llegado la justicia para las víctimas. Ni por parte del Episcopado mexicano, que sobre el tema ha guardado silencio incomprensible, ni por parte del papado. Recordemos que en la visita a México de Benedicto XVI, el Papa, a diferencia de otras giras, no quiso recibir a las víctimas de Maciel. Y las explicaciones poco convincentes de Federico Lombardi, su vocero, responsabilizaron a los organizadores locales de no haber previsto dicho encuentro en la agenda. Y con distinguida poca sensibilidad el presidente de la CEM, entonces Carlos Aguiar Retes, como monarca explicó ante los medios que las víctimas no se le habían acercado y que sólo los conocía por sus constantes apariciones mediáticas.
El caso Maciel está lejos de estar cerrado y una prueba palpable serán los diversos cuestionamientos que girarán en torno a la ceremonia de santificación de abril próximo; el contexto de la Iglesia ha venido cambiando rápidamente. En suma, para Juan Pablo II la sombra de Marcial Maciel será mucho más incómoda y más poderosa que el contrapeso de Juan XXIII, el Papa bueno.