e ha llamado la atención la propuesta presidencial de que los partidos políticos deben presentar, por lo menos, un 50 por ciento de candidatas mujeres. Me temo que es una propuesta demagógica.
A mí no me parece nada mal la intervención femenina en la política. Hay ejemplos históricos notables acerca de su eficacia en el manejo de los asuntos públicos. Sin ir más lejos, se puede mencionar a la famosa Corregidora, Josefa Ortiz de Domínguez, factor principal en la Declaración de Independencia que encabezó Miguel Hidalgo. Pero no hay que ir tan lejos. En el momento actual tenemos el ejemplo de la señora Angela Merkel, triunfadora reciente en Alemania, y no se me olvida la admirable mujer que fue Dolores Ibárruri, miembro eminente del Partido Comunista de España que durante la Guerra Civil desempeñó un papel muy importante, lo mismo que al recuperar España la democracia. Su famosa frase No pasarán
fue un estímulo fundamental en la defensa de Madrid que ayudó a resistir el ataque principal de las fuerzas franquistas apoyadas por sus aliados alemanes e italianos.
No se puede olvidar el ejemplo de la recién operada presidenta de Argentina, Cristina Fernández –viuda del anterior presidente, mi tocayo Néstor Kichner–, que parece que no lo hace tan mal.
Sin embargo el problema no va por ahí. La propuesta presidencial sigue en el fondo la redacción machista que al hacer referencia a la integración de los poderes utiliza en todos los casos al género masculino: diputados y senadores y se refiere al Presidente de la República, lo que evidentemente no puede interpretarse en el sentido de que no puedan las mujeres ser diputadas o senadoras o presidentas de la República. Sería, por cierto, una experiencia notable.
Por otra parte, una decisión de ese tipo no podría admitirse porque implicaría una intervención en la vida interna de los partidos políticos y, por el contrario, implicaría que la elección de los candidatos quedaría limitada por razones de sexo, lo que podría implicar notables violaciones de los derechos ciudadanos.
La vieja historia, acogida hace muchos años por la Constitución, de que las mujeres no podían intervenir en política, era tan absurda como la propuesta que ha hecho ahora el presidente Enrique Peña Nieto en la que cabe encontrar, sin duda, una forma de coquetería que parece ser un atributo evidente de su personalidad. Es guapo, sin la menor duda, y ello lo lleva a expresar solidaridades de sexo como premio a su condición masculina. Algo espera o parece esperar de ello.
Soy un admirador de la participación política o sindical de las mujeres. Pongo en primer término mi declaración de profundo respeto –al que agrego un particular afecto personal– por Elba Esther Gordillo, tan injustamente agredida ahora por las autoridades, particularmente por la Procuraduría General de la República, que alcanzó la secretaría general del SNTE por sus propios méritos, pasando por encima de quien fue gobernador de San Luis Potosí, Carlos Jonguitud. No se me olvida que en una asamblea del SNTE, a la que fui invitado por el entonces secretario del Trabajo, Arsenio Farell Cubillas, me tocó comprobar la simpatía hacia Elba Esther de los miembros de la CNTE, no obstante su conflicto con el sindicato que ella encabezaba.
En otro orden cabe citar a Amalia García, integrante del PRD que fue gobernadora de Zacatecas y que en mi concepto no lo hizo nada mal.
Yo no creo que las mujeres requieran de reformas legales o estatutarias para ocupar puestos públicos. Ciertamente México ha sido en cierta manera discriminador de las mujeres en materia política, pero esa es una característica que coincide con otras discriminaciones constitucionales a los mexicanos que lo somos por nuestra santa voluntad y no por el accidente de haber nacido en México. En la Constitución nos está vedado el acceso a puestos políticos: Presidencia, diputados, senadores, gobernadores, directores de empresas descentralizadas, y un amplio etcétera.
En el fondo la propuesta del presidente Enrique Peña Nieto implica una imposición inadmisible en la vida interna de los partidos políticos, alimentada por una impresión de que las mujeres no podrán asumir responsabilidades políticas por su propia naturaleza y desde luego también supone que se establece una implícita aceptación de diferencias que deberían ser resueltas legalmente.