os que se viven ahora en el país, no son buenos tiempos para la sociedad. Toda la clase política habla a nombre de ella, pero nadie está realmente dispuesto a escucharla. Baste un ejemplo actual. Quienes proponen la reforma fiscal afirman que ésta tiene un alto sentido social. Quienes se oponen a ella, lo hacen hablando a nombre de las clases medias, o de la clase trabajadora. Ambos hablan a nombre de la sociedad, pero en verdad nadie la escucha.
Resulta fácil hablar de una sociedad, entendida como una masa de individuos, cuya opinión es supuesta en función de los diversos intereses de la clase política y de la clase mediática, y que cuando se le pide su parecer, sea sólo a través de encuestas, en ocasiones a modo, cuyas preguntas tengan que inducir un sí, un no, o un no sé. Para quienes se sienten llamados a dirigir los destinos de la Nación
, no es igual de fácil tomar en cuenta la opinión de la sociedad, cuando ésta se organiza de múltiples maneras, diseña propuestas alternativas y supervisa las acciones de los gobernantes. Escuchar a la sociedad civil nunca les resulta fácil a los políticos profesionales. Menos cuando, con el tiempo, creen tener todos los hilos del poder en la mano.
Cuando a partir de los años 80 las luchas de la sociedad civil contribuyeron al cuestionamiento y al cambio del viejo régimen, el discurso político no cesaba de referirse a ella y de reconocer sus aportes. Pero no se dieron los pasos suficientes para convertir esas declaraciones en un cambio real en la forma de gobernar, acorde a los tiempos actuales. Es decir, con participación de la sociedad. El cambio del viejo régimen alternó a los actores, pero no modificó la relación gobierno–sociedad. Los únicos avances realizados fueron a fuerza de presión de la propia sociedad. Así surgieron leyes, procesos de consulta y organismos de participación muy útiles en su momento, pero que, con el paso del tiempo, han venido siendo paulatinamente ignorados. Hasta volverlos formas vacías de contenido, e incumpliendo así las leyes que exigen su vigencia.
Actualmente, a nombre de pactar, se olvida la participación de la sociedad civil. Es normal que en toda sociedad democrática las fuerzas políticas adversarias lleguen a acuerdos y construyan pactos. Lo que no es normal es que estos se hagan sin tener en cuenta a la sociedad, y menos sin un programa público que fundamente los motivos de los acuerdos sobre los cuales la ciudadanía pueda discutir y expresar sus puntos de vista. Frente a la exclusión de la sociedad, uno no puede menos que suponer que, o la democracia mexicana es una democracia sui generis, o que aún no somos la democracia que hemos supuesto, en la cual la clase política tendría la capacidad de escucharla.
Lo que ocurre en el ámbito nacional, se replica también en el local. Hay teorías que señalan que economías y sistemas políticos que conviven por mucho tiempo, terminan por parecerse. Tal vez esto sea aplicable incluso dentro de cada país, porque el gobierno del DF, después de varios lustros de intentar ser distinto, terminó por parecerse al gobierno federal. Durante varios años, las organizaciones de la sociedad civil, que en mucho contribuyeron a construir las instituciones democráticas de nuestra ciudad, sentían que el DF era ejemplo de los alcances de la democracia participativa. La Ley de Desarrollo Social, la Ley de Fomento a las Organizaciones de la Sociedad Civil, la Ley de Participación Ciudadana, el Programa de Derechos Humanos, y muchas otras instituciones más, nos ponían a la vanguardia. Pero todo ello ha ido quedando en el abandono. La democracia participativa se ha fugado, o más bien ha sido ahuyentada de la ciudad.
Si a alguien le incomodara la afirmación anterior, bastaría ver lo que ocurrió con el proceso de renovación de la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos del DF (CDHDF). No es de lamentarse solamente que se haya desconocido soezmente la trayectoria de quien estuvo decentemente a su cargo, y la opinión calificada de cientos de organizaciones y personas que recomendaban de manera fundada su ratificación. Más allá de la afrenta a la persona, y del ninguneo a las organizaciones, lo que se trasluce es un déficit de las instituciones políticas. Los partidos convirtieron a una de las más importantes instituciones autónomas para el equilibrio del poder entre gobierno y sociedad, en arena de sus corrientes disputas. El proceso de sucesión de la presidencia de la CDHDF se volvió terreno del resentimiento grupal, de la mercantilización de la política y de la avaricia burocrática, demostrando con ello, sin el menor rubor, la mezquindad a la que ésta puede llegar, sin el contrapeso de la sociedad civil.
Tuvieron la oportunidad de tener una visión de Estado, de discutir con la responsabilidad que se merece el futuro de uno de los principales órganos autónomos, ejemplar en su desempeño para todo el país. No estuvieron a la altura.
Queda entonces para la sociedad civil en el país y en la ciudad una tarea pendiente. Suplir el vacío de horizonte ético–político. Elevar la política de la arena de la confrontación partidaria y la negociación corrupta, a foro para discutir el futuro de la Nación y de la ciudad. Para ello será necesario renovar los vínculos entre las diversas formas de organización social y la ciudadanía. Acrecentar la defensa y el reclamo cotidiano por los derechos. Construir formas innovadoras de debate y presión ciudadana, para lograr lo que parece imposible: abrir los oídos de una clase política vieja y anquilosada. Así lo requiere la juventud de nuestra emergente democracia para crecer.