lla camina como un ahorcado, deliberadamente, entre las tumbas. Hábito de su anterior tiempo gótico, cuando se financiaba vendiendo rosas pintadas de negro y encontró en los panteones un buen ambiente para concentrarse, trabajar en silencio y robarse las flores secas. Los héroes, sabe bien, no temen a los muertos. Prefiere a los héroes sobre los superhéroes. Los únicos superpoderes están en el temperamento, la determinación, la observación, y como en las artes marciales, en ser impecable. Pronto aprendió que no se puede volar. De niña probó todas las capas y las varas mágicas que proveían los supermercados y la basura. Nada. Sin embargo probó las mieles, y los potenciales venenos, del ensueño, y descubrió que si te mantienes sensato no hay frontera entre la fantasía y lo real. Todo es real, si te pones a pensarlo.
Antes de aprender a leer ya había hecho suyo el mundo de las historietas. Más allá de la televisión, puso la vida del cómic en sus propias manos. Empezó trazando líneas, combinándolas en las paredes, el piso, el periódico de su papá, sobre el vaho de las ventanas, con los arroces caídos de su plato. Formas, caras, rayas.
Obligada a ser bebé en la barbarie del consumo y las golosinas, cursó los inevitables Teletubies y las caricaturas del Cinco, los chocantes superhéroes de Marvel, los Simpson y su herederos más canallas. El sarampión de Disney se le curó pronto. De los cajones de sus hermanos grandes rescató unos recortes del Santos y La Tetona Mendoza. Después, perdida la inocencia, conoció las escuelas serias, la italiana, la japonesa, por supuesto. La meticulosidad francesa. El exuberante mal gusto del underground estadunidense.
Era tan evidente su inclinación que nadie intentó impedírsela. No entendían, y cuando comenzó a preocuparles era demasiado tarde. ¿Es pedagógico, es sicológicamente normal?, se preguntaron padres y maestros. Ya para qué. Siendo freaky, en la escuela no la buliaban, nadie se atrevía. Solara, nombre de pluma y apócope mejorado del original María de la Soledad, había cruzado su muy personal puerta a la vida y no admitía apelación. Niña al fin, les preocupó menos que si se tratara de varoncito. ¿Eso era oficio serio? Y luego esos atuendos. Desoyó los reparos familiares. Los cuervos le hablaban en un idioma que nadie más entendía, y Solara (inútil insistir en llamarla Mari) lo traducía en recuadros, globitos y gráfica espesa.
Comienza a ser reconocida, le piden colaboraciones en revistas, ya hizo fanzines, participó en dos congresos, en Guadalajara y Monterrey. Sacó un libro en colaboración, prepara otro, y ahorra para la feria de Los Ángeles.
De un tiempo para acá, con el arma del manga, su favorita, bajo la manga, se ha vuelto testiga presencial de hechos reales y violentos. Se tiró a la calle. Hoy le duele lo que presenció y vuelve al cementerio. Al primero que encontró. Para pensar, que en ella es lo mismo que dibujar. Aquí brama la belleza pétrea de los lugares del reposo. La pestilencia quedó fuera.
Qué rostros de odio le salen de la plumilla en el cuaderno, apoyada contra la base de mármol de las criptas. Solara viene huyendo. Lo que acaba de ocurrir en la calzada, gente atacando a la gente, no lo entendió. Conoce la violencia de la tirana y la del barrio, la siempre dolorosa violencia entre iguales que se creen distintos. Pero ésta vez se pasaron de la raya. Y lo peor, eran sus conocidas las señoras que arrojaron piedras y jacales de verdura podrida contra los profesores que protestaban. Les gritaron de insultos tontos.
Aunque vio poca sangre, el corazón no le dejaba de sangrar. A punto estaba de las lágrimas. Pero, recordó, los héroes no lloran. ¿Cómo limpiarse la vergüenza de sus tías haciendo el ridículo, de su primo Romero echando rocazos y cohetones, divertido con sus amigotes, presumiendo como siempre la fusca en la panza, apretada al cinturón de piel de víbora, como sus botas. Él malora siempre, pero no las familias del común, y su mamá menos. Y sólo por ganarse las migajas que reparte el famoso licenciado. No sintió vergüenza, los héroes no se avergüenzan. Los despreció.
Rodeada de tumbas y floreros de latón abollados, rinde testimonio en una serie donde la heroína, Solara misma, sufre, y los débiles caen a montones. La esperanza no encuentra sentido en ese caos. Decide que no volverá. Se irá del barrio (técnicamente ya lo hizo), del turno en el almacén, de la escuela, de su casa. Sin avisar. Los héroes verdaderos no piden permiso. No importa si la reportan desaparecida y la busca la policía. Solara sabe ser invisible. Ese es uno de sus poderes.
Próxima estación: Los Ángeles. Cueste lo que cueste. La heroína salta del tren, rueda en la grava, sangra de una ceja, la media negra se le corrió en el muslo. Se permite llorar, pero de rabia. Los Heteróclitos y los Sulfatos la persiguen. Debe cumplir su misión. Solara abandona el cementerio y corre por la calzada. Los héroes no se cansan.