asta hace pocas décadas, la mayoría de los historiadores profesionales, los que se documentan, los que confrontan y critican sus fuentes, no dudaban del carácter popular, agrario, nacionalista y antimperialista de la revolución mexicana. Únicamente un puñado de nostálgicos del porfiriato y de fantaseadores y fabuladores (como Bulnes o Vasconcelos) negaban la evidencia incontrovertible de esa verdad. Podían discutirse los grados, las formas de esas características, pero no se ponía seriamente en duda lo sustancial.
Y si la revolución era eso, necesariamente el régimen contra el que se hizo era antipopular, autoritario, oligárquico y semicolonial. Los historiadores tampoco discutían eso. Matizaban, encontraban variantes y explicaciones, pero no dudaban de esas características centrales del porfiriato. Mucho menor era el consenso sobre los resultados de la revolución: para unos, el régimen que se decía emanado de ella era la continuación institucional
de la revolución; para otros –la mayoría quizá–, la revolución popular fue vencida, deformada, traicionada, interrumpida o intervenida.
Posteriormente, los historiadores revisionistas buscaron explicaciones, pero casi ninguno negó el carácter oligárquico y semicolonial del porfiriato. Así, pusieron énfasis en el proyecto de desarrollo, en las creaciones culturales, en la consolidación de instituciones, en los aspectos nacionalistas del régimen, lo cual también era cierto, salvo que una siguiente generación perdió de vista su carácter fundamental: al convertirse en especialistas de asuntos menudos, muchos olvidaron los aspectos globales y las realidades económico-sociales de alcance nacional. A estos historiadores honestos les acompañó temporalmente la moda de falsificar: numerosos escritores de ocasión que cantan las loas del porfiriato y que, a costa de grandes cañonazos a la verdad, lo presentan como el mejor gobierno nacional. Éstos, como mostramos en falsificadores de la historia
, simple y llanamente mienten.
El revisionismo y las mentiras han cambiado significativamente nuestra percepción del porfiriato: cuando en 1947 Daniel Cosío Villegas denunció que el régimen de Miguel Alemán llevaba al país por un rumbo neoporfirista
(autoritario, oligárquico, neocolonial), sus críticos y los jilgueros del régimen (que eran legión) lo acusaron (casi) de traición a la patria por comparar al nacionalista presidente Alemán con el entreguista presidente Díaz. Pero cuando en 2013 Andrés Manuel López Obrador señala que al entregar los recursos de la nación a los extranjeros y al sostener un modelo económico que ahonda los abismos sociales el gobierno sigue un rumbo neoporfirista, sus críticos y los jilgueros del régimen (que son legión) lo acusan de mentir y manipular la historia.
Pero la propaganda neoporfirista olvida u omite que el ciclo de Díaz coincide con La era del imperio, 1875-1914 (Eric Hobsbawn), caracterizada por la división territorial del mundo entre las grandes potencias, en colonias formales e informales y esferas de influencia. Y esta división del mundo tenía, fundamentalmente, una dimensión económica. En ese contexto, el papel de México, como el de otros países de Latinoamérica, era la producción de materias primas para beneficio de los imperios: México era una semicolonia cuyos principales recursos y cuya infraestructura (petróleo, minerales preciosos e industriales, henequén, caucho natural, industrias eléctrica y textil, bancos, ferrocarriles) estaban en manos de trasnacionales, que poco dejaban a cambio del saqueo, todo lo cual se justificaba con un discurso pretendidamente científico: las leyes inexorables de la ciencia dictaban que así tenía que ser.
El porfiriato construyó un régimen de privilegio fortaleciendo a la clase dominante, formada por los latifundistas y los operadores del gran capital imperialista. Ahora bien, considerando la debilidad crónica del Estado mexicano y en las circunstancias mundiales mencionadas, Díaz no tenía mucho de donde elegir. Y también es cierto que a fines del periodo, con un Estado más fuerte, Díaz trató de poner límites a los intereses imperialistas. Es probable que Díaz no tuviera mucho margen de maniobra, pero hoy no hay necesidad de volver a entregar nuestro petróleo según aquel modelo (que nos costó 30 años revertir); ni tampoco son necesarios los atroces mecanismos con los que funciona la minería en manos de trasnacionales.
Y no podemos eludir otros aspectos en que el porfiriato actuó como operador del imperialismo: el discurso de la necesidad científica
para justificar sus decisiones; la supresión de libertades, la falta de democracia tras una fachada de normalidad institucional y electoral, la polarización económica que empobreció aún más a los pobres, la auténtica esclavitud humana en algunas regiones del país, los salarios de hambre, la ausencia de derechos laborales y la guerra de exterminio (genocida) contra yaquis, mayas, apaches y comanches. Quizá puedan entenderse algunos de esos aspectos en su contexto, entonces. Hoy no. A veces parece que la actual clase gobernante quiere revivirlos, además de entregar nuestro petróleo.
Twitter: @salme_villista