yer, durante la comparecencia del Estado mexicano ante el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, efectuada en Ginebra, Suiza, los integrantes de ese organismo formularon numerosas recomendaciones y señalamientos críticos hacia nuestro país en asuntos relacionados con la falta de protección de defensores de derechos humanos y periodistas, la persistencia en las leyes de la figura del arraigo y del fuero militar para el caso de violación de derechos humanos cometidos por miembros de las fuerzas armadas contra civiles, así como la circunstancia de injusticia generalizada que padecen las mujeres y los grupos sociales vulnerables en el territorio. En total, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU formuló 180 recomendaciones para México, casi el doble de las enunciadas durante la anterior revisión de nuestro país, hace cuatro años.
Ciertamente, los señalamientos formulados sobre la continuidad de los atropellos diversos y falta de observancia a los derechos humanos, aunque preocupantes, no constituyen novedad alguna: antes que la ONU, diversos organismos humanitarios nacionales e internacionales, como Amnistía Internacional, han documentado la continuidad de casos de tortura, ejecución extrajudicial, desaparición forzada, detención arbitraria y cateos ilegales, entre otros atropellos a las garantías individuales, que persisten a pesar de la alternancia de siglas y colores en la Presidencia de la República.
Pero tan preocupante como el severo señalamiento de la ONU es la reacción de los representantes del Estado mexicano durante su comparecencia de ayer en Ginebra, quienes se limitaron a enunciar una serie de acciones legislativas presentadas como avances
en materia de derechos humanos, y señalaron, en voz del canciller, José Antonio Meade, que en México la defensa y protección de los derechos humanos es tarea indeclinable
, en una clara muestra de minimización e incluso negación de la realidad: la verdad es que el Estado mexicano no ha asumido esa defensa como tarea indeclinable
.
Sería injusto achacar a la actual administración federal la responsabilidad total por la situación en materia de derechos y garantías fundamentales, habida cuenta del vínculo causal entre dicha circunstancia y la desastrosa línea de acción de la pasada administración en el combate a la delincuencia organizada, línea que, lejos de restablecer la legalidad y el estado de derecho, multiplicó la violencia en el territorio y creó un entorno propicio para la violación masiva de las garantías individuales.
Sin embargo, cuando el gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto está por concluir su decimoprimer mes, posturas como la exhibida por Meade en Ginebra resultan particularmente desesperanzadoras, no sólo porque dejan traslucir falta de voluntad para resolver la problemática presente en materia de derechos humanos y colocan al actual gobierno como corresponsable de esa situación, sino también porque sugieren que se mantiene vigente la cadena de impunidades de Estado que recorre la historia reciente del país: desde la masacre de Tlatelolco, la guerra sucia de Luis Echeverría y José López Portillo, la proliferación de homicidios políticos durante el salinato y la política contrainsurgente de Ernesto Zedillo, hasta los excesos represivos del sexenio de Vicente Fox –Lázaro Cárdenas, Atenco y Oaxaca– y los abundantes atropellos a la población en el contexto de la guerra contra la delincuencia
emprendida por Calderón.
En el momento presente, la continuidad de ese, que es uno de los principales indicadores de la descomposición institucional, legal y política del país, pone en entredicho las promesas con que arrancó la actual administración respecto de un viraje para recuperar el pleno estado de derecho y la gobernabilidad. Dicho viraje debe tener un punto de partida obligado y concreto: el pleno esclarecimiento de las violaciones a las garantías individuales perpetradas tanto en el sexenio anterior como en lo que va de la actual, y la identificación, localización y consignación de los responsables.