a histórica y profundamente trágica división entre sunitas y chiítas en el mundo musulmán tiene repercusiones en todo el planeta. La guerra civil en Siria, la cobarde alianza estadunidense con las autocracias del Golfo sunita y el recelo sunita (e israelí) contra el chiíta Irán afectan incluso el trabajo de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
El petulante rechazo de Arabia Saudita, la semana pasada, a tomar su lugar entre los miembros no votantes del Consejo de Seguridad, acción sin precedente entre los miembros de la ONU, llevaba la intención de expresar el disgusto de la monarquía dictatorial por la negativa de Washington a bombardear Siria después del uso de armas químicas en Damasco, pero también reflejó los temores sauditas de que Barack Obama pudiera responder a la intención iraní de mejorar sus relaciones con Occidente.
El príncipe Bandar Bin Sultán, jefe de la inteligencia saudita –gran cuate del presidente George W. Bush durante sus 22 años de embajador en Washington–, acaba de sonar su tambor de hojalata para advertir a los estadunidenses que su país dará un giro importante a sus relaciones con ellos, no sólo por no haber atacado Siria, sino porque no ha logrado forjar un acuerdo justo de paz entre Israel y Palestina.
En qué pueda consistir tal giro importante –salvo la usual baladronada saudita sobre su independencia de la política exterior estadunidense– fue un secreto que el príncipe se abstuvo de revelar. Israel, desde luego, nunca pierde la oportunidad de publicitar –con bastante acierto– lo mucho que coinciden en estos días sus políticas hacia Medio Oriente con las de los acaudalados dignatarios del golfo Arábigo.
El odio hacia el régimen chiíta-alauita, un indeclinable recelo hacia los planes nucleares iraníes y un temor general a la expansión chiíta están convirtiendo las monarquías sunitas árabes en aliadas vergonzantes del Estado de Israel, al que tantas veces han jurado destruir. Es de imaginarse que el príncipe Bandar no desearía difundir tal noción.
Además, la más reciente contribución estadunidense a la paz
de Medio Oriente podría ser la venta de misiles y otras armas por 10 mil 800 millones de dólares a Arabia Saudita y al igualmente sunita Emiratos Árabes Unidos, entre ellos bombas GBU-39 –que llevan el lindo mote de devasta-búnkeres
–, las cuales podrán usar contra el chiíta Irán. Israel, por supuesto, posee esos mismos armamentos.
En el mundo árabe se debate mucho si el lastimero señor Kerry –cuya risible promesa de un ataque increíblemente pequeño
a Siria lo convirtió en el hazmerreír de Medio Oriente– entiende hasta qué grado compromete a su país con el bando sunita en el conflicto más antiguo del islam. Su respuesta a la negativa saudita de tomar su lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU ha sido casi igual de extraña.
Luego de comer el lunes en París, en la casa del ministro saudita del exterior, Saud al-Faisal, Kerry señaló, por conducto de sus acostumbrados funcionarios anónimos, que valoraba el liderazgo de las autocracias en la región y compartía el deseo de Riad de desnuclearizar Irán y poner fin a la guerra en Siria. Pero su insistencia en que el presidente sirio Bashar Assad y su régimen deben abandonar el poder significa que un régimen sunita tomaría el poder en Siria y su deseo de desarmar Irán, por teórica que sea su amenaza nuclear, aseguraría el dominio del poderío militar sunita en Medio Oriente, desde la frontera afgana hasta el Mediterráneo.
Pocos caen en cuenta de que Yemen constituye otro de los campos de la batalla Arabia Saudita-Irán en la región.
El entusiasmo saudita por los grupos salafistas en Yemen –incluido el partido Islah, el cual se dice que está financiado por Qatar, aunque niega recibir apoyo externo– es una razón por la cual el régimen posterior a Saleh en Saná ha estado apoyando a los rebeldes chiítas zaiditas hutis, cuyas provincias de origen, Sada, Al Jawf y Hajja, bordean Arabia Saudita. Según los sauditas sunitas, los hutis son apoyados por Irán.
La monarquía minoritaria sunita en Bahrein, respaldada por los sauditas y, desde luego, por los complacientes gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña y aláteres, también acusa a Irán de coludirse con la mayoría chiíta de la isla. Extrañamente, en sus comentarios el príncipe Bandar acusó a Barack Obama de no apoyar la política saudita en Bahrein, que implicó el envío de tropas a la isla para ayudar a reprimir a los manifestantes chiítas en 2011, cuando de hecho el silencio de Washington ante la violencia paramilitar del régimen fue lo más cerca que pudo llegar de ofrecer su aval a la minoría sunita y al rey de Bahrein.
En suma, un idilio occidental con el islam sunita: un amor que en definitiva no puede decir su nombre en el golfo Arábigo, donde democracia, moderación, asociación y dictadura descarada son intercambiables, lo cual no reconocerán Washington, Londres ni París (como tampoco Moscú o Pekín). Pero ni qué decir que existen algunos ribetes irritantes –e incongruentes– en esta pasión mutua. Los sauditas, por ejemplo, culpan a Obama por permitir el derrocamiento del decadente Hosni Mubarak en Egipto. Acusan a los estadunidenses de apoyar a Mohamed Mursi, de la Hermandad Musulmana, cuando fue electo presidente –las elecciones no son terriblemente populares en el Golfo–, y ahora los sauditas lanzan dinero al nuevo régimen militar egipcio. Assad en Damasco también ofreció sus felicitaciones a los militares egipcios: después de todo, ¿acaso ese ejército no se propuso evitar, como el propio Assad, que extremistas religiosos llegaran al poder?
Es justo, pues, siempre y cuando recordemos que en realidad los sauditas apoyan a los salafistas egipcios que cínicamente dieron su apoyo a los militares, y que esos salafistas financiados por Riad se cuentan entre los más fieros opositores a Assad.
Gracias a Kerry y sus colegas europeos la ausencia de cualquier memoria institucional en el Departamento de Estado, en la Oficina del Exterior británica o en el Quai d’Orsay significa que nadie necesita recordar que 15 de los 19 asesinos en masa del 11-S eran también salafistas y –por favor, sobre todo olvidemos esto– que todos eran ciudadanos sunitas de Arabia Saudita.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya