l recientemente fallecido Albert O. Hirschman analizando los procesos de diseño de las políticas públicas desde el mirador que le brindaba algunos países sudamericanos, en los años 50 señaló una debilidad de los administradores públicos y políticos latinoamericanos, utilizando para ello una frase de Flaubert en 1863: La manía por extraer conclusiones es una de las más estériles obsesiones de la humanidad. Hirschman se refería a la obsesión por los grandes diseños o las fórmulas únicas.
En la práctica el economista heterodoxo utilizando en un ensayo la figura del posibilista
convocaba a la experimentación, a no extraer conclusiones rápidas y en gran medida a confrontar la realidad contra las verdades reveladas
o las panaceas, que siempre se nos presentan como barreras para entender bien y para actuar mejor.
Como señala Jeremy Adelman, autor además de una gran biografía intelectual de Hirschman (2013), la “brújula ética del posibilista era un concepto de libertad definida por Hirschman como el derecho a un futuro no pronosticado
, la libertad de explorar destinos no previstos o pronosticados por las leyes de hierro de las ciencias sociales. El derecho a un futuro no pronosticado es en realidad un ejercicio de reformismo adaptativo.
En la actualidad refutar los fundamentos de elaboraciones teóricas que justifican la injusticia realmente existente requiere cultivar el tronco común de la acción pública solidaria, base de una democracia real que se centra en la ciudadanía.
No se trata de elaborar un esquema ideal que termine por alienarse del mundo, sino de construir espacios que se reconozcan en éste, precisamente porque no anulan sus contradicciones. Estos espacios retoman los principios de libertad e igualdad en otro contexto: la pluralidad de los actores sociales a partir de su autonomía.
Quisiera revisar a partir de una visión posibilista las oportunidades abiertas y las limitaciones de la reciente reforma fiscal. Se ha dicho con razón que no es suficientemente progresiva, que el seguro contra el desempleo y acceso a la salud son apenas un débil diseño de lo que podrían ser si se sigue en este curso hacia derechos sociales universales.
Aún con varias críticas adecuadas no puede dejarse de subrayar que es la primera vez que se plantea un cierto grado de progresividad en el impuesto sobre la renta. Esto tiene mérito en un país donde en los sesentas el trabajo sobre reforma tributaria solicitada por la Secretaría de Hacienda a uno de los grandes economistas, como Kaldor, tuvo que ser desaparecido
por temor a que los castos oídos de los empresarios fueran a indisponerse. Entonces por esto y otras cosas –los libros de texto en la primaria– se tachó al gobierno de comunista a lo que siguió por parte de un avezado político priísta la réplica de que se trataba de una izquierda atinada y dentro de la Constitución.
Ahora que en virtud de alguna extravagancia a alguien se le ocurrió catalogar al gobierno de Peña Nieto como comunizante, no deja de causar bochorno estos intentos de importar una especie de Partido del Té que tantas raíces autóctonas tiene.
En medio de toda esta discusión y de muchos juegos pirotécnicos se ha perdido la discusión sobre el propósito central de una reforma hacendaria que tiene que tener inscrita en su DNA la reducción de la desigualdad. Lo mismo que si se concibe del lado tributario como del lado del gasto público.
Quizás en la discusión del PEF sea aún posible involucrarse en una conversación sobre la naturaleza de las desigualdades en México y sus mejores formas de combatirla desde un gasto público que sea verdaderamente palanca para un crecimiento más igualitario. Reducir la regresividad de muchos subsidios, combatir el despilfarro y sobre todo el cáncer de la corrupción, nos lleva al centro de un debate sobre un futuro no pronosticado, que sin embargo se merece la mayoría de la ciudadanía.
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