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En la Huasteca veracruzana se volvieron accesorios primordiales en Día de Muertos

Tempoal, donde las máscaras espantan y burlan a la silenciosa muerte

Miles de vivos se ponen esas piezas de arte-objeto para no ser reconocidos ni sorprendidos

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Artesanos mascareros durante su labor en Tempoal, Veracruz
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Máscaras talladas en varias maderas, donde las mejores son de cedro
Periódico La Jornada
Jueves 31 de octubre de 2013, p. 4

Tempoal, Ver., 30 de octubre.

Dicen que en el tiempo mítico que se pierde con los años y se mezcla con la tradición oral, los hombres antiguos se dieron cuenta de que durante las fiestas de Todos los Santos no sólo los difuntos venían al mundo de los vivos para compartir una vez al año el regocijo del encuentro, también entre la multitud de vivos y muertos se deslizaba, silente, la muerte misma, dispuesta a llevarse al desprevenido; viendo esto, decidieron ponerse máscaras y vestirse del sexo opuesto si era necesario con tal de burlarla y quedarse un año más en la vida.

La máscara, la tarjeta de presentación del yo imaginario, la principal puesta en escena para que la muerte no reconozca al incauto, se volvió el accesorio primordial, un objeto invaluable que valía la pena procurar incluso más que los verdaderos rostros. La máscara no sólo burla a la muerte sino que, en ocasiones, la iguala o la espanta, por ello en la Huasteca veracruzana, durante las fiestas dedicadas a los muertos, las máscaras tradicionales pueden catalogarse en dos tipos principales: las místicas y las míticas.

Las primeras evocan un universo extrahumano en el que caben la burla, la equiparación y la afrenta directa a la muerte, evidenciadas en las máscaras boconas, que lucen grandes labios rojos y carnosos circundando unos dientes cuadrados y pelones, las máscaras de la muerte que nos remiten al cráneo humano, y los diablos, que con actitudes grotescas se encargan de asustar a la muerte.

Mientras las máscaras míticas evocan el choque cultural del cual proviene la sincrética población de la Huasteca veracruzana: se representan como máscaras de aztecas o apaches, de vaqueros, las máscaras bigotonas o las de mujer; siempre en este ejercicio de la dualidad complementaria que da vida a la riqueza cultural de la región.

Al paso de los años se desconoce el origen de este ritual, porque más que expresión folclórica o cultural, la tradicional viejada que se baila en las fiestas de los fieles difuntos es un ritual que se encarga de reforzar un mito desconocido por muchos; a fuerza de ser cíclico se vuelve motor de vida de la población, eje sobre el cual gira incluso la manutención diaria.

Gregorio Hernández González, de 67 años, ostenta el título de ser el artesano mascarero más grande de Tempoal, donde año con año se lleva a cabo las fiestas de Xantolo, y tras 25 años de tallar máscaras, ha salido a diversos puntos de Veracruz e Hidalgo a impartir cursos a otros artesanos.

Mientras apoya en sus piernas un rostro serio de cedro rojo y lo socavan sus duras manos por el lado opuesto golpeando una gubia con fuerza, recuerda: Aprendí viendo a mi suegro, él era el mero canijo. Aprendí nomás de puro ver. Mi suegro le enseñó a mis hijos, pero yo aprendí de ver nomás.

Después, su suegro pasó a formar parte de los que nos visitan cada año en las fiestas de fines de octubre y principios de noviembre; don Gregorio se quedó con el trabajo de tallado de máscaras y junto con su familia, porque se trata de una labor familiar, se han dedicado desde entonces a la creación y venta de estos otros rostros que protegen a los vivos de la fría decisión de la muerte.

En cada pieza de arte-objeto se llevan aproximadamente dos días de trabajo: él, sus hijos y yerno las tallan sobre los duros troncos de cedro rojo o blanco y las mujeres de la casa se dedican a darles el colorido tan peculiar que las caracteriza.

Hay para todos los gustos y todas las edades y tamaños, por lo que pueden ser realizadas en cualquier tipo de madera, pero los años le han enseñado que la mejor es la de cedro y que la mejor medida para las máscaras es uno mismo: ya tiene uno el molde en la mano.

En el barrio tradicional de La Quinta se le escucha trabajar, mientras los preparativos de la tradicional comparsa del lugar van cuajando junto con la masa de los tamales y la nata del chocolate. Arriba, en el centro de Tempoal, las personas se congregan frente al Palacio Municipal para ver la primera viejada ejecutada por los escolares del jardín de niños y de la escuela para niños con capacidades diferentes.

Hacia el otro rumbo, en la colonia Ricardo Flores Magón, la tarde se apagaba en una loma desde la que se descuelga una tímida vereda entre los árboles; al fondo se escuchaba el golpetear acompasado de la gubia diestra sobre otro rostro de cedro rojo.

Porfirio Navarrete, también tiene 67 años y veintitantos años haciendo máscaras, a fuerza de tanto procurarles su personalidad, su rostro, ha adquirido esa notoria seriedad; su mirada penetrante que observa atenta las vetas de la madera parece escudriñar el entorno en la amarillenta luz que le acompaña en su trabajo. Los dedos de don Porfirio tallan otra historia, porque en realidad cada artesano imprime en sus máscaras parte de su historia.

Él aprendió solo, nadie le enseñó. Casi sin apartar los ojos de su obra, recuerda que pese a que su padre también fue mascarero no aprendió el oficio porque era muy pequeño para eso. Explica que le gusta cuidar al máximo los detalles de sus obras, por eso sólo trabaja por encargo. No le hace que me tarde más y haga menos máscaras, me gusta que queden bien hechas.

A diferencia de los demás mascareros, él se tarda tres días en tallar una máscara, y sólo eso, porque no las lija ni las pinta; las personas se las encargan así, lo que buscan es ese sello particular que deja en cada una, esa expresión final que se queda en los rostros de madera. Parecen burlarse o tener una expresión de horror, todo depende de la intención, por eso cada máscara es diferente.

Las máscaras tradicionales más difíciles de hacer son las de la muerte y el diablo, porque llevan mucho detalle, pero parece que eso le obsesiona; verlo trabajar es como mirar en vida al personaje principal del cuento Dedos de luna, de Tony Johnston; a la sombra de sus árboles, como en una noche cálida y en lugar del tecolote aquél, el perico que repite algunas palabras mientras don Porfirio, ensimismado, le da vida a una de sus creaciones.

Tiene muchas herramientas para su trabajo con la madera, pero sobresale una gubia hechiza que su padre mandó a hacer hace 70 años, porque él fue carpintero y maestro mascarero. Quizá don Porfirio no aprendió directamente de él, pero seguro, año con año, algún consejo extrahumano le llega en el humo del incienso y el aroma de la flor de cempasúchil. Así, la muerte no es amenaza, es más bien un motor de vida.