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Hanna Arendt: la tradición oculta
F

ue en la literatura de Franz Kafka donde Hanna Arendt encontró el retorno de una antigua proclividad que significaría a una de las tradiciones del pensamiento judío desde la proliferación de la escritura cabalística en el espacio de Toledo hacia el siglo XIII. Un síntoma que sobre sella a esa tradición en sus niveles más duraderos (y acaso clandestinos u ocultados, verborgene), y que situada en la periferia de la historia, la coloca en el centro del imaginario occidental: la codificación del Otro-ancla, la operación de la escritura como ejercicio de producción de visibilidad de todo aquello que la normalidad vuelve invisible.

Es curioso lo que exige Kafka a todo lector, escribe Arendt en La tradición oculta (Paidos, 2000). El lector pasivo, tal y como lo educó la tradición de la novela romántica, cuya única actividad consiste en identificarse con uno de los personajes de la novela, apenas sabe qué hacer con las vagas figuras que deambulan en El castillo o El proceso. O al lector que busca en la literatura las opciones o las salidas que no existen en su vida. Todos estos lectores salen decepcionados con los relatos de Kafka. Sólo quienes, por las razones que sea, por más indeterminadas que éstas sean…, buscan las aporías de la verdad, la imposibilidad de alcanzarla, agradece esas novelas del absurdo.

El absurdo, las aporías de la verdad: fue este acaso el mismo lugar que fijó la mirada de la filosofía política que la llevó a escribir La condición humana y la misma Tradición oculta, dos clásicos de la segunda mitad del siglo XX. A diferencia de toda la tradición moderna, Arendt inaugura una perspectiva que se pregunta no cómo hacer funcionar mejor la maquinaria política, sino por qué funciona tan bien cuando es tan depredadora, por qué siendo tan banal es tan temiblemente eficiente.

La tesis central de “ Los orígenes del totalitarismo (1951), el libro que le dio fama mundial, parte de la primera escena de El proceso, la novela de Kafka. K., el personaje central, está desayunando una mañana en su casa con su compañera. Es un hombre de buenas intenciones, convencido de que ninguna de sus faltas ha violado alguna ley esencial. Un hombre que votó por ser normal. A su puerta tocan dos inspectores, que le informan que ha sido acusado ante un tribunal. Sin saber nunca quién ni de qué se le acusa, K. inicia su largo y terrible viaje sin regreso a los sótanos del poder. Lo singular de los regímenes totalitarios, escribe Arendt, es que afectaron o exterminaron no sólo a quién decía no y se oponía a ellos –lo cual tendría cierta lógica- sino a quiénes decían y seguían con su vida normal. Sin que existiera ninguna causa especial para convertirlos súbitamente” en los enemigos del orden. Pero su crítica al orden fascista fue doble: a la banalidad de sus entrañas y a quiénes no percibieron éste, su rasgo central. Todo el escándalo y las acusaciones de la opinión pública israelí que siguieron a sus crónicas sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén (popularizadas hoy por la película que lleva el nombre de la filósofa) fueron la respuesta a las impugnaciones que hizo a los líderes de la comunidad judía por no haber resistido lo suficiente frente a una maquinaria basada en el absurdo de exterminar inocentes.

Hanna Arendt configuró un nuevo estatuto para la condición del pensamiento crítico. Si sus textos sobre el fascismo y el estalinismo configuraron uno de los conceptos claves a través de los cuales seguimos descifrando el siglo XX, sus lecturas sobre la sociedad estadunidense fijaron algunos de los paralajes desde los cuales hoy podemos –y acaso debemos– pensar a la política de nuestros días. Sobre todo en los textos que se refieren al examen de las interpretaciones sobre la guerra de Vietnam. Vista desde la perspectiva de la política interna que siguieron la Casa Blanca y el Pentágono en los años 60, Arendt distingue un nuevo fenómeno: la perturbación fatal de las reglas democráticas por la criminalización de la política, el alejamiento casi absoluto del Poder Ejecutivo frente a la sociedad entera. El escándalo de Watergate, los Pentagon Papers y las revelaciones de la maquinaria de Nixon la llevaron a preguntarse si el Estado de excepción podría existir en los subterfugios de una sociedad en la que aparentemente no habían cambiado sus reglas de juego. Y acaso de esa criminalización tratan los paralajes más dilemáticos de lo político en el siglo que sigue leyendo a su legado filosófico para tratar de Ejecutivo frente a la sociedad entera,encontrar un sentido a la crítica a la política.