partir de hoy, México tendrá que prepararse para enfrentar riesgos inéditos. La autosatisfacción de los grupos dirigentes –empresariales y políticos– subrayada por los halagos de la gran prensa global
a Peña Nieto, contrasta con el pesimismo objetivo que se deriva de las propias cifras oficiales. La economía no crece; tampoco la seguridad. La política se divorcia de la gente y la incertidumbre se hace horizonte común. La propaganda del gobierno, asimilada y reproducida con fervor mediático, intenta posponer la irritación hasta que la situación mejore o la protesta se disperse y pierda filo. Cierto es que falta un largo trecho para que las reformas se traduzcan en leyes y programas, es decir, en políticas públicas, pero los estrategas del régimen presumen que estamos ante un cambio potencial de gran calado para reubicar a México en la cadena capitalista y en el ámbito de Norteamérica
, cuyo diseño formal comenzó con el TLCAN y ahora, con las reformas aprobadas, pretende dar un paso adelante. Se trata, según el embajador mexicano en Washington, Eduardo Medina Mora, de construir una nueva visión
junto a Canadá y Estados Unidos a fin de asumir el desafío chino, incorporando sectores con la tecnología de la información, operaciones en red, así como la nueva realidad energética regional y la formación de capital humano
, es decir, educación.
Habrá que mantener cautela, pues sabemos cómo pueden concluir tales experimentos. Hace dos décadas la insurrección zapatista pinchó la burbuja creada por la promesa de la gran modernización, poniendo en tela de juicio la eficacia de un modelo a todas luces impotente para cumplir sus mismas promesas.
En una entrevista con este diario, Jaime Serra Puche –principal negociador en los años 90 con Estados Unidos y Canadá– rechazó que el TLC fuera causa del estancamiento económico vivido por México las últimas décadas. Según su dicho, el tratado cumplió cabalmente con los objetivos para los que fue firmado, que eran incrementar las exportaciones y tener mayor capacidad de atraer inversión extranjera
. Es sólo un instrumento, dijo pero si los otros asuntos no ocurren, como resolver problemas sectoriales, quitar cuellos de botella, asegurarse que el gasto público sea mejor, todas las cosas que se necesitan para crecer, es muy difícil que ocurran
. (Y por qué no ocurren, valdría preguntarse).
El ex secretario ha olvidado las promesas con que vendieron
el acuerdo a una población que esperaba pronta salida a la situación de pobreza secular gracias al cambio de rumbo, es decir, a la reforma del Estado
que dejaba atrás mitos
revolucionarios y se lanzaba al camino de las privatizaciones como columna vertebral de la rectificación. El TLCAN era y es parte sustantiva de esa estrategia, de manera que no es vano reflexionar acerca del riesgo que implica esa incapacidad de instrumentación de largo plazo que los grupos de poder sacrifican para satisfacer sus intereses, aprovechando la crisis política y la corrupción que jamás han intentado combatir. La reforma energética se ha dado en este vacío conceptual y programático en el que las viejas certezas constitucionales han cedido ante el sentido común
de las fuerzas hegemónicas que sin ambages fortalecen su Estado-nación.
Los más entusiastas sueñan con la integración a Estados Unidos (que está en curso acelerado), pues creen que así se romperá el ciclo de desigualdad y atraso, es decir, la asimetría
que nos aleja de la convivencia civilizada y democrática, sujeta a leyes, que atribuyen sin rigor a nuestros vecinos. No admiten el peso de la política en la generación del estancamiento y no reconocen sus privilegios como parte del problema. Antes de intentar la reforma de las instituciones nacionales, los oficiantes de esa tesis aprovechan su decadencia para reivindicar un proyecto que elude todo resabio nacionalista a favor de los intereses de la gran potencia. Un sector de las élites dirigentes se sirvió de la democracia como coartada para no atender la desigualdad, creyendo que así pasarían la prueba a satisfacción del norte exigente.
Tiene razón el embajador Miguel Marín Bosch al recordarnos en estas páginas que “Washington simplemente tiene una idea de México que no cuadra con la que quisiéramos que tuviera. Suelen vernos como un problema, ya sea como violadores de su frontera o como proveedores de drogas. A veces nos consideran, como diría Carlos Fuentes, como un pozo de petróleo, o como una fuente de mano de obra barata. Pero jamás nos ven como amigos y mucho menos como cuates… En toda relación asimétrica el lado más débil suele salir perjudicado”.
Sin embargo, estos temas no existen como problema ni para los gobernantes actuales ni para los políticos de la derecha que siempre creyeron que las soluciones a los grandes males deberían venir de fuera. Está en sus genes políticos. Para los grandes intereses en juego la sola aprobación de las reformas constitucionales es un éxito irreversible, aunque los más perspicaces entienden que el mapa se definirá en las leyes secundarias, debido a lo cual no tendrán empacho en poner en práctica los lobbys que hagan falta y las presiones adecuadas para protegerse, incluyendo la oposición a una consulta legal capaz de revertir la reforma energética. Saben que la realidad no espera, y mientras se condena el entreguismo del poder, las reformas dejarán sentir sus efectos en las relaciones sociales, es decir, en el reacomodo de fuerzas que éstas traerán consigo.
Las fuerzas progresistas cometerían un grave error si consideran que basta con la denuncia del entreguismo para oponerse al horizonte abierto por las reformas. Urge una estrategia capaz de proponer al país una ruta de cambios que, inspirada en la historia, replantee el futuro de México, defina a los sujetos y reivindique formas de actuación articuladas a la consecución de objetivos viables. Hay que examinar la situación sin perder de vista que las fuerzas populares no levantarán cabeza si no consiguen ser alternativa, mayoría y cultura hegemónica. Y eso implica salir de la estrechez pragmática, definir un camino.