l año empezó con temperaturas elevadísimas en Brasil. El viernes 3, por ejemplo, los termómetros marcaban 41 grados en Río, y la sensación térmica era de 50. Así, Dilma Rousseff celebra tres años desde que se convirtió en la primera mujer en asumir la presidencia del país, y a la vez empieza el último año de su primer mandato, con marcas históricas de muchas décadas, en lo que se refiere a calor.
Hay otras marcas históricas igualmente agobiantes: por primera vez en 13 años, el saldo mensual del comercio exterior del país ha sido muy bajo: escasos 2 mil 500 millones de dólares, lo que significa menos de la décima del resultado alcanzado hace dos años.
Con eso, crece la percepción de que el año recién estrenado no llega con buenas perspectivas para la economía, y Dilma no oculta su preocupación. Sigue criticando, y con altas dosis de razón, lo que llama guerra sicológica
desatada por varios sectores del empresariado, especialmente por los grandes conglomerados de comunicación. Dice que la desconfianza injustificada inhibe inversiones, y pasa revista a las realizaciones de su gobierno.
La presidenta y sus asesores saben que los logros alcanzados son precisamente los que más cuentan para el electorado, y que por eso ella sigue siendo la favorita para ser relecta en octubre próximo. En muy buena parte, por sus méritos y por los de la herencia –dudoso legado en el aspecto económico, pero robusto en el aspecto social– que recibió de su antecesor, Luiz Inacio Lula da Silva. Pero ese favoritismo también se debe a la ineptitud y a la inconsistencia de los postulantes de la oposición.
El balance de esos tres primeros años de Dilma en el gobierno es complejo y un tanto confuso. Una vez más –y como ejemplo de lo que ocurrió en las dos presidencias de su antecesor– la cuestión social ha dominado la pauta nacional. Sin duda, Brasil es hoy un país mucho menos desigual, en términos sociales, de lo que era hace 11 años, cuando el Partido del Trabajo llegó al poder.
La inclusión social de millones y millones de brasileños se incrementó en los tres primeros años de Dilma como presidenta. Y más: los programas sociales lanzados por Lula fueron mejorados y crecieron. Por ejemplo, en diciembre pasado la construcción de viviendas populares alcanzó las metas expuestas por la mandataria en su campaña electoral de 2010. Como sabemos todos los ciudadanos del mundo, promesas electorales nunca son más que promesas. Esta vez en Brasil ocurrió el insólito cumplimiento, y con un año de antelación.
La salud pública, otro de los agujeros sin fondo, sigue siendo un desastre injurioso. Pero algo se avanzó: al constatar que brasileños se resistían a trabajar en sitios inhóspitos y miserables, Dilma lanzó el programa Más Médicos, que literalmente importó doctores, en su mayoría cubanos, por lo que ahora hay mucho más. Sin embargo, aun así el país sigue a miles de millas marítimas (que son más largas que las comunes) de llegar a un grado mínimo de pleno desarrollo y justicia social, o sea, de democracia real. Pero es innegable que se avanzó de forma muy importante.
No obstante, hay una importante batalla que Dilma perdió. Se trata de la lucha contra esa sacrosanta y poderosísima figura abstracta, que todo puede y todo determina, llamada mercado.
Luiz Gonzaga Belluzzo, uno de los economistas más respetados del país, y que además fue profesor de Dilma en su maestría, lo expuso de manera muy clara en una entrevista concedida hace poco. Advierte que los efectos de la crisis internacional fueron mayores y más duraderos de lo que se pensó en un principio y llama la atención a la cuestión del cambio. En 2013, el real se devaluó 15,5 por ciento frente al dólar, exactamente la proporción de la caída de la Bolsa de Valores de San Pablo. Según Belluzzo y buena parte de los economistas respetables de Brasil, el atraso en el tipo de cambio sería actualmente de alrededor de 30 por ciento.
Hay, de manera muy evidente, un embate entre el gobierno de Dilma y el sacrosanto señor mercado. Y, advierte Belluzzo, a ejemplo de lo que se observa en todo el mundo –basta con lanzar una mirada a Europa–, lo que pasa es que cuando hay un embate entre gobierno y mercado, los gobiernos pierden siempre.
Los señores del dinero son los señores del mundo, y ni modo. Esa, quizá, haya sido la gran batalla –política, administrativa e ideológica– perdida por Dilma.
Se podría hablar de muchos otros equívocos, como el de concentrar los esfuerzos para mantener el crecimiento económico en el consumo y no en la producción. Los brasileños tienen hoy, gracias a los créditos ofrecidos por la banca pública, oportunidades inéditas de comprar refrigeradores, televisores y automóviles. El resultado: 54 por ciento de las familias brasileñas tienen más de 45 por ciento de su renta comprometida al pago de deudas.
En octubre, Dilma deberá ser relecta. Tendrá entonces lo que García Márquez reivindicaba en Cien años de soledad: una segunda oportunidad en esta tierra.
Ojalá sepa aprovecharla.