rak vivió ayer su enésima jornada sangrienta: en Bagdad, varios atentados dinamiteros dejaron un saldo de 19 muertos y decenas de heridos, en tanto que en las inmediaciones de Ramadi, al occidente de esa capital, las fuerzas de seguridad gubernamentales mataron a 55 combatientes de un grupo presuntamente vinculado a Al Qaeda. De acuerdo con diversos reportes, los insurgentes que combaten al régimen han tomado el control de Ramadi y de Faluya, las ciudades más importantes de la provincia de Anbar.
Los episodios referidos nos recuerdan que, a dos años de la retirada militar de Estados Unidos en Irak, y a casi 11 del inicio de la invasión ordenada por George W. Bush, el país árabe continúa sumido en una guerra civil sin perspectivas ni esperanza de arreglo, con unas autoridades centrales extremadamente débiles, sostenidas, en buena medida, por la ayuda militar occidental, y dedicadas a administrar el régimen de saqueo neocolonial instaurado por las potencias occidentales que arrasaron el territorio iraquí en la década pasada.
Esta situación, a su vez, pone en perspectiva histórica la incursión militar emprendida en 2003 contra Irak por el gobierno de Washington con el triple pretexto de destruir las armas de destrucción masiva que supuestamente poseía el régimen de Bagdad (que resultaron ser un invento de la administración Bush), de combatir el fundamentalismo islámico (cuya influencia era prácticamente inexistente en el Irak de Saddam Hussein) y de instaurar en la infortunada nación árabe un gobierno democrático y respetuoso de los derechos humanos.
En realidad, tras esas falacias la superpotencia ocultaba su determinación de hacerse con los recursos naturales iraquíes –el petróleo, especialmente– y de establecer una nueva posición geoestratégica en la región del Golfo Pérsico y de Medio Oriente, objetivos que fueron plenamente conseguidos por Washington.
El pueblo iraquí, por su parte, sufrió miles de muertes, pérdidas materiales incalculables, experimentó masivas violaciones a los derechos humanos, se vio despojado de su soberanía y de sus recursos petroleros, vio florecer en su territorio el extremismo fundamentalista que el derrocado dictador había mantenido a raya y, para colmo, fue abandonado a su suerte en medio de una guerra intestina.
Es evidente la responsabilidad que atañe a Estados Unidos, Gran Bretaña, España, Italia y los otros gobiernos que participaron en la incursión militar de Washington contra Irak y en la ocupación del país que siguió al derrocamiento de Saddam Hussein. Esos actores internacionales debieran sentirse obligados, hoy, a desplegar toda suerte de esfuerzos diplomáticos y pacíficos para detener los enfrentamientos internos en el país invadido y a contribuir a su reconstrucción, no con la lógica mercantilista con que la Casa Blanca otorgó contratos de infraestructura y servicios a las empresas de la mafia Bush-Cheney, sino con un sentido humanitario y desinteresado.