ocas relaciones tan íntimas, irritantes y necesarias como la que sostenemos con el despertador. Sobre todo porque, ¿podemos confiar en él en serio? He ahí el dilema. No queda más remedio que otorgarle nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra resignación. En los viejos tiempos el despertador siempre consistía en un reloj; hoy adquiere múltiples manifestaciones, como todo mundo sabe. Basta que se trate de algo que suene a la hora convenida. El teléfono (servicio a domicilio, la operadora de recepción en los hoteles, el colega impaciente), un radio sintonizado en la estación favorita. Hay los que de a tiro le encomiendan la delicada tarea a la vil televisión, que es como despertar envenenado. Cada quien sus gustos y angustias. Últimamente, el polimorfo celular posee entre tantos programas y aplicaciones una variedad astronómica de despertadores, a ser explorada sólo por ociosos y fanáticos.
Ahora bien, los mitos. He vivido lo suficiente en el campo para saber que los gallos son veleidosos, ineficientes y traicioneros como despertadores, aunque se impongan como inevitables si el gallinero o el patio es el nuestro o uno cerca. Cada gallo se arroga la función de espabilarnos, pero los hay tan desincronizados que rompen a cantar antes de la madrugada, o dejan pasar la mañana sin abrir el pico, o lo abren demasiado tarde y ya ocurrió lo irremediable. En lo personal, si de aves del azar se trata, prefiero a los pájaros del amanecer, melódicos, nunca intrusivos, y además alegres. Si no obstante los ignoro, ya se encargarán los sanates de burlarse de mi retraso.
Las otras opciones animales no califican como despertador, aunque despierten: el perro de uno, o de otro, el gato, el perico, en los western el caballo. Tienen la tendencia de suplantarlo a deshoras. Las bestias qué van a saber.
Pero hay que llegar a primera hora. A la escuela. Al jale. Si niño, eres esclavo de las campanas. Si adolescente, de los reportes y las hormonas. Si adulto, del reloj checador, el yugo del turno, la salida del autobús, el avión, el tren. Para eso nos ponemos en manos de profesionales: los despertadores propiamente dichos, que como ya se mencionó, van del Westclox de buró con dos campanas, o una, y su martillo, al zumbido del aparatejo digital de plástico o la aplicación inteligente de nuestro albedrío depositado en un chip. Hablamos de uno de los pocos objetos que deben pasar la noche a nuestro lado. Así que, si hablaran... Nuestra confianza en ellos ha de ser también en su discreción.
Ramón Gómez de la Serna, atento estudioso del comportamiento de los despertadores, escribió en los años 50 del siglo de la máquina: Tiene algo de criado fiel, de escudero de otros tiempos, de ayuda de cámara servicial. Si no tenemos enredos privados, si llevamos una vida de trabajo incesante, si nuestra alma es leal, el despertador nos llamará puntualmente
.
Con la proliferación de rastreos e intervenciones del espacio privado por parte del Gran Hermano del caso, si confiamos la estratégica tarea de despertarnos a los nuevos dispositivos (de por sí les confiamos tantas y peores intimidades, y para colmo las hacemos públicas e instantáneas), alguien más estará viéndonos u oyéndonos despertar, además de la dulce compañía que sueña a nuestro lado si somos afortunados.
Otra vez el viejo Westclox mecánico, metálico, clásico, destartalado y estoico, con o sin lucecita, o fosforescente en su redonda carátula, acostumbrado a los malos tratos: manotazo, patada, de menos un estate quieto. Digo Westclox por decir alguno, puede ir de Cartier o Nivada a chino y chafa. Con tal de que despierte.
Hay personas, mi padre fue un ejemplo, que encuentran un placer especial en arrancarnos del sueño. No te preocupes, yo te despierto
. Si amanecía de humor chispeante sus métodos eran temibles. Desde una plumita en la oreja o cosquillas en las plantas hasta, cuando menos una vez, lo juro, un cubetazo de agua fría y su carcajada aún sin dentadura postiza a esas horas. Era infalible, que ni qué. En el periodo que dependí de su existencia, mi padre bien pudo sacarme un pedo cada tanto, pero nunca llegué tarde.
En la actualidad trato de evitar los despertadores. Sólo si el pendiente cae de madrugada recurro a sus servicios, sin haber superado la ansiedad de qué tal si falla. Por lo demás, lo traigo integrado. Llámenlo ritmo circadiano, esfínteres como relojito, apetitos determinados, rutina de mamífero que mama. Lo que me despierta por las mañanas es el cuerpo. Bien escribió Gómez de la Serna en una de sus incesantes ramonadas: Si el despertador está en nuestro corazón, nosotros estamos en el corazón del despertador
.
En memoria del gran Ahumada