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¿Qué significa no hacer política?
S

ituar el lugar que ocupa la reforma energética en la política nacional no es un ejercicio ocioso. De su correcto examen depende, en gran medida, la viabilidad de las estrategias para los años que vienen. Algunos observadores se han apresurado a vislumbrar en ella la expresión de un fin de régimen. La era del Estado surgido en los años 30, signado por la indeterminación de una doble alma, el corporativismo social y el corporativismo de élites, estaría llegando a su fin. No es la primera vez que ese orden arroja la impresión de su oclusión. Ocurrió en los 90, cuando los sostenes del viejo Estado fueron mermados por la misma tecnocracia que gobierna hoy. También en el año 2000, cuando esa extraña figura, mezcla de maestro de ceremonias y de joker (como El Guasón en la película de Batman) que representó Vicente Fox, se hizo de la Presidencia. Y, sin embargo, el (cada vez más) ogro (y cada vez menos) filantrópico –para evocar una metáfora de Octavio Paz– sigue ahí.

En cierta manera, la noción de fin de régimen es tal vez la que mejor expresa la situación actual de la política mexicana… con una salvedad. La reforma energética no sólo no marca el fin de ese orden, sino exactamente lo contrario: es el intento más reciente de posponerlo y dilatarlo. Una nueva inyección a un paciente en estado terminal; otra vacuna para prolongar su decadencia (las vacunas están confeccionadas, en pequeñas dosis, del material que provoca la muerte).

Cuando llega la noticia de un paciente en estado terminal, las reacciones que siguen son frecuentemente dos: la negación (es un asunto pasajero, mi vida se alargará un buen rato) y la ira (¿cómo es que el destino me hizo esta jugarreta?). Esas mismas reacciones afectan hoy la vida política. La negación se escucha en cada una de las frases del discurso oficial. Si ya se hicieron todas las reformas estructurales, ¿cómo es que mi vida sigue siendo tan infeliz?, se pregunta la gente. La respuesta es: todavía falta, se requieren más reformas, ya llegaremos algún día. Pero el rasgo más complejo de esta negación es la negación de sí misma, un desplazamiento que se opera sobre todo en algunos ex priístas que ahora militan en la izquierda: nosotros no cambiamos, dicen, el que cambio fue el PRI (con Carlos Salinas). Hay entonces que retornar a los sueños del régimen original. Es éste síndrome de abandono, una suerte de regresión frente al fetichismo del pasado, el que acaso ha causado más estragos en la actual izquierda.

La ira es una afección distinta. Se expresa grosso modo de dos maneras: a veces en tono apocalíptico y otras en tono de agravio (justificado, por supuesto). El fin de régimen en México se presenta como el complejo resultado de cuatro síntomas que las viejas formas de hacer política ya no logran interiorizar ni tampoco comprender (y mucho menos domesticar).

En primer lugar, un fenómeno teorizado por Z. Bauman: la gradual separación entre el poder y la política. En la actualidad los centros de decisión del poder se hallan localizados en la lejanía de ese informe océano que Manuel Castells ha llamado el sistema de los flujos globales (de capital, información, comercio, gente, tráficos, etcétera). La política, que es siempre local, se descubre a sí misma como desprovista de la capacidad de influir en ellos; sólo puede adaptarse a sus exigencias. Existen en la escena global dos tipos de realidades: los globalizadores y los globalizados. Quienes globalizan son Estados, como China, Brasil o Alemania, que han descifrado la llave de nuevas formas de soberanía. Los globalizados son Estados, como en el caso mexicano, que han abdicado a proteger incluso a sus propias élites (ni hablar de la población en general).

En segundo lugar, una crisis de legitimidad institucional. La crisis por la que atraviesa nuestra sociedad, acaso de fin de régimen, es tan radical porque, evocando a G. Agamben, no cuestiona solamente la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad. No cuestiona solamente, como se repite a menudo, las reglas y las modalidades del ejercicio del poder, sino el principio mismo que lo fundamenta. (El misterio del mal, Fractal, no. 68). Si la democracia en México se ha vuelto tan poco atractiva no es por el régimen democrático en sí, sino por la forma explícita en que ha sido desfigurada por el clientelismo de las administraciones de PRI y PAN. ¿Cuánta tensión soporta el colapso entre la función y la forma en un régimen político?

En tercer lugar, los estados moleculares de excepción. Existen vastas zonas del país que se encuentran fuera de la autoridad y el control del Estado. Incluso estados enteros como Michoacán y Guerrero… Y después zonas enteras en las grandes urbes. En ellas impera no el crimen organizado, sino la violencia como mediación entre el poder absoluto de las armas y la sociedad que se defiende. Y éste es el síntoma esencial de un fin de régimen, en cualquiera de las teorías políticas contemporáneas.

En cuarto lugar, la exclusión de la mayor parte de la sociedad de los dividendos de la globalización (incluyendo a muchos de los sectores que hasta hace poco se consideraban parte de los incluidos).

Es imposible especular sobre los tiempos y las formas de un fin de régimen. Bastaría tan sólo con que uno de sus protagonistas cobrara conciencia mínima sobre lo que está en juego.