on Miguel Ángel Mancera pasa lo mismo que con esos elevadores que, cuando abren sus puertas, uno no sabe si suben o bajan. A pesar de que ganó las elecciones como parte de una coalición de partidos de izquierda, su afán por llevarla bien con el gobierno federal es tan grande que, en lugar de comportarse como el alcalde de la ciudad más progresista del país, lo hace como si fuera un político descafeinado.
Aunque en los comicios obtuvo más de 60 por ciento de los votos, en mucho como producto del deseo de la ciudadanía capitalina de tener un contrapeso al regreso del PRI a Los Pinos, Mancera se ha mimetizado con el gobierno federal. No sucedió lo mismo con sus antecesores. Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard fueron claros opositores de Vicente Fox y Felipe Calderón. Sin embargo, el actual gobernante de la ciudad de México no lo es de Enrique Peña Nieto.
Es cierto que ha conservado conquistas sociales como la pensión universal a los adultos mayores, el derecho a suspender el embarazo y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, son muy graves los retrocesos de su administración en el terreno del respeto a las libertades públicas, el incremento al precio del sistema de transporte colectivo y el manejo que ha hecho de los conflictos sociales en los medios masivos de comunicación.
Los efectos de esta política están a la vista. Mientras se destacan miles de policías para encapsular manifestaciones e impedir protestas en el Zócalo, la inseguridad pública en la ciudad crece. Los expedientes filtrados a la prensa sobre los supuestos dirigentes del movimiento contra el alza en el costo del Metro, la invención de supuestas mesas de trabajo con grupos inconformes y la minimización de la protesta retraen a la metrópoli a las peores prácticas del priísmo.
Durante 2013, Mancera apostó a que su relación con Miguel Osorio Chong le proporcionara un margen de maniobra suficiente para proyectarse políticamente y para prescindir de las tribus perredistas. Sin contar con base social real, se hizo del control de los órganos de poder político y representación en la ciudad de México. Es el primer jefe de Gobierno de izquierda que controla simultáneamente la administración pública, el PRD en el DF y la Asamblea Legislativa. Ni Cárdenas, ni AMLO ni Ebrard lo hicieron. Esta concentración de poder le ha creado muchos enemigos dentro de sus filas amigas.
Hasta ahora, la gran apuesta política de Mancera, la de realizar una reforma política para la ciudad de México, ha resultado un fracaso. Aunque la estrategia que siguió para aprobarla, absolutamente atada al destino del Pacto por México, naufragó, no ha hecho autocrítica alguna.
No pocos problemas de Mancera provienen de que ha dejado casi toda la operación política del día a día en manos de Héctor Serrano, su secretario de Gobierno. Personaje proveniente de las cañerías del sistema político, Serrano acostumbra utilizar marrullerías como inventar que un policía estuvo en coma a punto de morir por una supuesta agresión de maestros de la CNTE, o divulgar la versión de que AMLO pidió protección policiaca en una de sus movilizaciones contra la privatización del petróleo, cuando no lo hizo. Él fue quien asignó de manera directa el contrato para restaurar El Caballito.
Héctor Serrano ocupa un lugar privilegiado en el museo de las camisetas políticas. Las ha vestido todas. Ha saltado de un partido a otro y de un equipo político a otro sin pudor alguno. Como priísta, fue subdelegado en la demarcación Venustiano Carranza de 1986 a 1988. Luego se desempeñó como secretario técnico de la Comisión de Trabajo y Previsión Social de la 54 Legislatura. Entre 1991 y 1997 trabajó de oficial mayor, primero en la Asamblea de Representantes y el siguiente trienio en la Cámara de Diputados. En 2000 se hizo panista. De 2001 a 2003 fue delegado en Venustiano Carranza, cuando la panista Guadalupe Morales pidió licencia para buscar una diputación local. De allí pasó a las filas del perredismo bejaranista y luego, de la mano de Marcelo Ebrard, fue director de la Caja de Previsión Social.
Negoció la reubicación de los vendedores ambulantes en el Centro. Y durante unas semanas se incorporó al equipo de campaña de Miguel Ángel Mancera, cargo que dejó cuando Ebrard lo designó secretario de Gobierno del DF. Fue uno de los hombres que el jefe del Gobierno dejó en herencia al entrante.
Sin embargo, Serrano, dirigente de Vanguardia Progresista, la corriente de Marcelo dentro del PRD, no tardó en romper con su antiguo jefe, alinearse con Mancera y agenciarse la corriente. El ex jefe de Gobierno se vio obligado a formar una nueva tribu, con distinto nombre pero el mismo apellido: Movimiento Progresista.
Además de controlar a los vendedores ambulantes, Serrano maneja los reclusorios de la ciudad, con todo lo que eso significa. Es un hábil plomero en los bajos mundos de la política capitalina, pero es incapaz de comprender la naturaleza de una ciudadanía como la del DF. Muchos de los problemas que hoy enfrenta Mancera se deben a la torpeza de su secretario de Gobierno para dilucidar la naturaleza de los conflictos que la ciudad enfrenta y el refinamiento de la cultura política de una parte de sus habitantes.
Mancera enfrenta un creciente descontento, parte del cual proviene de las filas del PRD. El mandatario ha querido presentarse como un político que está más allá de ese partido, como un ciudadano
preocupado por la ciudad, al que no se le puede culpar del desprestigio del sol azteca. Disfruta así de todos los privilegios de ser el jefe de Gobierno de la izquierda, pero se niega a pagar sus costos. Esta actitud no hace ninguna gracia a los militantes que tienen que hacer la obra negra de la política cotidiana.
Pero la inconformidad está presente también en muchos capitalinos que no militan ni en el PRD ni en otros partidos, y que rechazan a los políticos que son como esos elevadores que, al abrir sus puertas, no se sabe si suben o bajan. Demandan que en la ciudad de México exista un gobierno claramente diferenciado de Enrique Peña Nieto: uno de izquierda.
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