Martes 28 de enero de 2014, p. 7
La primera impresión de Veracruz en mi infancia
fue aquella densa marejada:
negras aves que parecían traer la noche en sus alas.
–Se llaman pichos –me dijeron.
Deben ser tordos o zanates o alguna variedad semejante.
Aunque el nombre no importa: lo perdurable
era la oscura garrulería, el temor,
la indisciplina misteriosa con que los pájaros
iban cubriendo –grandes gusanos o langostas– los árboles.
Bajaban como aerolitos de las cornisas y los cables eléctricos,
inerme multitud que intenta en vano rechazar la catástrofe.
El crepúsculo ahogado de calor se extinguió,
lumbre ya sin rescoldo en las altas frondas.
También el cielo fue un ave negra
e inesperadamente se posó el silencio en el aire.
Entramos en el hotel después del largo viaje.
Mi abuelo
compró el periódico de México
y me leyó noticias de aquella bomba,
de aquel lugar de extraño nombre remoto,
de aquella muerte que descendió como la noche y los pájaros,
de aquellos cuerpos vivos arrasados en llamas.