aminar las calles de París con José Emilio Pacheco era un placer y un riesgo: aventura que igual podía terminar en el hallazgo de lo desconocido que en un extravío y no sólo de los sentidos, expulsados de los territorios regidos por calendarios y mapas geográficos. Dime con quién andas y te diré quién eres
, dime con quién caminas y te diré si sabes a dónde vas. Con José Emilio, se caminaba al azar. Errábamos en las callejuelas de París, evitando sus grandes avenidas y bulevares. No que buscáramos perdernos, nadie se pierde cuando quiere. Al contrario, buscábamos simplemente nuevos senderos. Sendas nunca pisadas por pies humanos, caminos sin trazo ni huellas.
José Emilio rejuvenecía en el laberinto parisiense. Era otra vez el niño que se va de pinta para descubrir los misterios de la ciudad. Los miedos de asaltantes y asesinos que lo asediaban en sus recorridos, cada vez más cortos y escasos en la ciudad de México, se esfumaban. Se sentía seguro. Respiraba tranquilidad. Las miradas de reojo a su alrededor, atisbando quién sabe qué peligro, qué inminencia mortal, irían dejándolo libre de esos tics y de esos fantasmas que se interponían entre sus ojos y el paisaje urbano. Como en la ciudad de México de su infancia, José Emilio se sentía en su casa en París.
Era capaz de recorrer kilómetros dando vueltas en el laberinto parisiense. Incansable, con los ojos y el espíritu abiertos, atisbaba sorpresas, descubría, y me hacía descubrir, lugares ignotos, los mismos que yo creía conocer de memoria y, de pronto, a través de sus ojos, me revelaban un nuevo enigma.
Cierto, con mis tacones altos, me era difícil seguir su paso. Distraído, a veces ni se daba cuenta que me había dejado atrás varios metros. Con desconcierto, sin cesar de hablar, ni de caminar, sus ojos me buscaban a su lado sin poder encontrarme. Al fin, le atravesaba la idea de haberme rezagado con su rápido paso. Interrumpía su euforia para deshilvanar una letanía de excusas y mea culpas por su falta de miramientos, su patanería, su inconsciencia, qué sé yo. Cabe decir que José Emilio, cuando se trataba de flagelarse, sobre todo en asuntos nimios, era inagotable. Me proponía, entonces, cuando yo lograba hacerlo reír de sus antifeministas disculpas, detenernos a descansar en un café. Sentado a la mesa, callaba. Acaso, para reflexionar en voz alta, a semejanza de Montaigne quien decía: Mis pensamientos duermen cuando los hago sentarse
, caminar le era necesario.
Sin embargo, su silencio no duraba. Los temas, en cambio, eran otros. Su curiosidad persistía, ahora no por la ciudad, sino por los personajes que pululaban en ella, por los amigos. Venían las confidencias, ésas que sólo se hacen cuando se viaja y se entra en ese lugar de ninguna parte donde, quién sabe por qué, el viajero cree que no hay memoria. José Emilio era otro y me relataba la vida del otro, el del viajero –a veces, incluso en su casa.
Tímido como persona educada por los maristas del Colegio México, torpe en sus movimientos, José Emilio se transformaba frente a una injusticia. Valiente justiciero, se lanzó a defender una prostituta contra su proxeneta. La respetuosa lo puso en su lugar diciéndole que era el juego entre un cliente y ella. Si le hubiese dicho que veía entuertos donde no los había, como un Quijote, seguro lo hago reír. Porque Pacheco tenía esa inteligencia: la de ver el ridículo, incluso el suyo y el mío.
Una tarde, caminando por l’Ile-Saint-Louis, atrás de Notre-Dame, frente a uno de esos inmuebles sólidos y ricos, me dijo señalando una veranda circular en el ángulo de un primer piso: Ahí vivía Carlos Fuentes
, antes de agregar, quejumbroso: yo vivía en el cuarto de criados que él me prestaba
. Logré hacerlo reír de sus quejumbres recordándole que cualquier estudiante habría soñado con ese cuarto de servicio gratis, que costaría al menos mil francos de la época. Reía entonces. Ese era el poeta. El otro.
¿Cómo hablar de su poesía sin el placer de leerla?