n el este de Ucrania se desarrolla una suerte de sublevación separatista o, cuando menos, federalista, animada por grupos que asaltaron las sedes gubernamentales en las ciudades de Jarkov, Lugans y Donetsk, con demandas que van de la instauración de un régimen federal en toda Ucrania a la anexión a Rusia de las respectivas regiones. Gobiernos y medios occidentales acusan a Moscú de instigar tales revueltas y le exigen poner fin a esa presunta injerencia.
Tales sucesos constituyen una repetición fiel, pero invertida, del guión de la revuelta de febrero pasado conocida como Euromaidán, en la que manifestantes azuzados por Occidente –muchos armados y violentos– derrocaron al gobierno pro ruso de Víctor Yanukovich e instalaron en el poder al régimen provisional que aún se mantiene en Kiev, encabezado por Arseni Yatseniuk, partidario de inscribir al país en la Unión Europea (UE) y en la Organización para el Tratado de la Alianza Atlántica (OTAN). Y si ahora Washington y Bruselas acusan al gobierno ruso de desestabilizar Ucrania
, en su momento Moscú señaló que la desestabilización empezó justamente con el derrocamiento de un gobierno democráticamente electo.
Hasta ahora el ganador indiscutible en este duelo de injerencias ha sido el presidente ruso Vladimir Putin, quien perdió a un aliado incómodo –sobre Yanukovich pesan innumerables acusaciones de corrupción y abuso de poder– y a cambio ganó la península de Crimea, cuyos habitantes organizaron un referendo y se manifestaron por mayoría aplastante por abandonar Ucrania y anexarse a Rusia.
Al parecer, el ejemplo crimeo ha cundido en las regiones orientales ucranias, en las cuales la población de habla rusa es mayoritaria o bien constituye una importante minoría. Pero hay una diferencia clave entre la península y las zonas de Jarkov, Lugans y Donetsk: la primera formó parte del territorio ruso desde 1783 y hasta 1954, cuando fue cedida a Ucrania. Por esa razón u otras, Moscú no parece dispuesto a correr el riesgo de anexarse parte o la totalidad del oriente ucraniano y de generar, con ello, una agresiva respuesta occidental. Su objetivo sería más bien presionar hacia la conformación de una Ucrania federal en la que los derechos de las minorías rusas queden garantizados.
Existe, sin embargo, el peligro cierto de que las intervenciones a favor de los secesionistas o del régimen provisional de Kiev alimenten y exacerben las fuerzas centrífugas que se han hecho presentes en la Ucrania de hoy, y que tal fenómeno desemboque en una confrontación violenta y masiva entre ucranios que, a su vez, generaría un campo propicio para las injerencias de uno y otro bandos. Ante esa perspectiva ominosa e indeseable, cabe esperar que tanto Washington y Bruselas como Moscú dejen de apostar a sus respectivos intereses en los asuntos ucranios, se limiten a auspiciar de buena fe una reconciliación nacional en esa nación del este europeo y eviten a toda costa la internacionalización de las confrontaciones que tienen lugar en ella.