ace algunas semanas, di noticia en este espacio de las presentaciones del Cuarteto Emerson en el Teatro de Bellas Artes como primera etapa de un ciclo muy atractivo de cuatro cuartetos y 10 conciertos en el primer semestre de 2014. El éxito de público y de música de aquellas dos presentaciones dejó una buena expectativa para la segunda entrega del ciclo, los dos conciertos del Cuarteto Latinoamericano (CL) al pie de la hermosa cortina de mosaicos de la casa Tiffany. Primera observación pertinente: en ambos conciertos, las entradas fueron de buen nivel, pero no tan abundantes como para el Emerson. Primera pregunta: ¿se habrá debido a un brote contagioso del Síndrome Malinche? Segunda pregunta, consecuencia directa de la anterior: ¿habría sido mejor la asistencia si el CL se hubiera anunciado como Lateinamerikanische Quartett? Se aceptan especulaciones, hipótesis e intentos de respuesta.
El caso es que ambos programas del CL tuvieron como sello primordial sendos repertorios variados e inteligentemente combinados. Para el inicio del primero, una interpretación rítmicamente arriesgada y tímbricamente austera del Tercer cuarteto de Silvestre Revueltas, en la que las aristas y asperezas fueron ensambladas por el cuarteto para construir un edificio sonoro robusto y energético. Más tarde, otro poco de música mexicana, ésta más colorida y expansiva: La calaca, del Altar de muertos de Gabriela Ortiz. Escuchar esta fogosa y bien matizada ejecución a cargo del Cuarteto Latinoamericano fue especialmente instructivo para quienes pudimos escuchar, unas semanas antes, la versión orquestal de La calaca, con la Filarmónica de la Ciudad de México. ¡Admirable disciplina del CL para mantener en orden las pujantes, casi volcánicas fuerzas motrices propias del lenguaje de Ortiz! Para finalizar, un Gran Cuarteto (mayúsculas mías): el Op. 131 de Beethoven, cuya interpretación tuvo como virtud principal la lógica severa con la que el CL entretejió las siete partes (que son finalmente una sola) de este soberbio ejercicio de forma(s) y estructura(s). El fuego interpretativo aplicado al quinto y séptimo movimientos queda como un testimonio más de la madurez de los Latinoamericanos en esta región fundamental del repertorio.
Para su segundo programa, el CL mostró de nuevo el colmillo programador que es uno de sus sellos inconfundibles: un brasileño, un mexicano, y una obra de un mexicano dedicada a un brasileño. Sabroso manejo de los contrastes expresivos del Cuarteto No. 2 de Francisco Mignone, sin escatimar la adecuada dosis de gestos sentimentales que la obra contiene. Después, una atractiva secuencia de creación de ambientes en la medievalista Suite en cinco partes de Mario Lavista; en el Motete y el Coral, los músicos lograron texturas iridiscentes y resonantes caracterizadas por su pulcra atención al detalle tímbrico. Hicieron después una extrovertida y luminosa versión del Homenaje a Gismonti, de Arturo Márquez, llena de síncopas y acentos colocados en los lugares precisos con la intención adecuada. Si el primer programa terminó con un Gran Cuarteto, el segundo concluyó con un Cuarteto Grande, que no es lo mismo: el Cuarteto en mi menor de Giuseppe Verdi, obra 100 por ciento tradicional en todos sus parámetros, tocada con atención a sus cualidades líricas pero sin excesos expresivos superfluos.
No faltaron los puristas que se quejaron de la inclusión de los aires de tango en los encores fuera de programa. Allá ellos: escuchar al CL interpretar el Libertango, de Ástor Piazzolla, con esa picardía, es el mejor postre posible para antes de tomar el camino a casa. De la malograda ejecución del soberbio Adagio de Samuel Barber en el primer programa nada puedo decir; fue arruinada en su punto más dramático por un grosero individuo que tiene la pésima costumbre de ir a las salas de concierto a escucharse a sí mismo gritar destemplados ¡bravos! ya no entre los movimientos de las obras, sino en mitad de la música. Su falta de educación, discreción, tacto y respeto por la música, los músicos y el público ya se ha hecho merecidamente infame.