Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Vacaciones de papel

l. La serpiente en el paraíso

E

ste rumbo ha cambiado mucho. Reconocerlo me provoca dolor. En donde había casas hay edificios, talleres, pensiones, salas de masaje, cervecerías, sado-boutiques y un centro comercial: CC. Desde mi ventana, junto a la que tengo mi mesa de trabajo, puedo verlo. Resulta diminuto en comparación a los monstruos que albergan centenares de tiendas y cuentan con estacionamiento para dos millones de automóviles. (Al dueño del coche que supere esta cifra se le regalará un anticongelante, un líquido para frenos y una banda.)

Gracias a la variedad de mercancías que brindan, esos megacentros (los nuevos paraísos terrenales) se han convertido, sobre todo los fines de semana, en refugio de mujeres solitarias, una buena alternativa para los novios indecisos y en el sitio más frecuentado por las familias. Durante las horas dominicales el papá, la mamá, los niños y los abuelos (siempre y cuando lleven pañal y bien adherida la dentadura postiza) se detienen ante los escaparates y contemplan a los esbeltos maniquíes que exhiben la última tendencia de la moda primaveral.

II

El colorido y la ligereza de las prendas alimentan deseos, despiertan recuerdos e inspiran buenos propósitos, entre ellos el más común y frecuente: bajar de peso. Para fortalecer el ánimo se toman por ejemplo la amiga, el primo, la vecina que de ser más que gorditos pasaron a convertirse en auténticas sílfides con sólo doce minutos de ejercicio y renunciar a las grasas, las harinas, el azúcar, los helados, los refrescos, la cerveza y una larga lista de etcéteras.

Si esas personas lograron derrotar a la báscula ¿por qué yo no? Quien se formula tal pregunta es la mujer X. Respira hondo y decide comenzar una nueva vida a partir de mañana. Se da cuenta de que faltan muchas horas para el lunes y no quiere perderlas. Será mejor aprender nuevos hábitos alimenticios a partir de este momento. Orgullosa, más segura de sí misma que nunca, adelanta el resultado de su sacrificio: en las vacaciones de diciembre podrá darse el gusto de lucir una tanga rosa mexicano.

La mujer X cierra los ojos. Se esfuerza por imaginar cómo se verá con el 94 por ciento de la materia corpórea expuesta (leyó la frase en una revista) y lo que les dirá a sus amigas cuando le pregunten cómo le hizo para verse así. ¿Cuántas amigas tiene? Once, contando a su prima Eudora. Su decisión de adelgazar y el método que siguió para conseguirlo merecen un auditorio más amplio, o sea lectores.

III

Viéndolo bien, escribir un libro no será difícil mientras lo haga imaginando que está platicándole su experiencia a su amiga M, a quien, de paso, le hará confesiones acerca de cómo fue reaccionando su cuerpo al sentirse aligerado, más dúctil, más... Los dos ingredientes –el tono coloquial y el otro más íntimo– bien manejados podrían convertir su libro en el best-seller de diciembre. Muchos colores, algo de escarcha en los aparadores y su foto en tanga como ilustración de la portada.

En medio del camino allanado aparece un obstáculo: el título. Debe ser directo, sincero y al mismo tiempo atractivo para todo el mundo. La mujer X cierra los ojos. La sorprende que, ante la sola idea de adelgazar, su cabeza se haya convertido en una fábrica de ideas. Se deja seducir por la primera: Sentí miradas de lobo. Es un buen título pero resulta ambiguo, le falta peso y aunque su libro vaya a girar en torno a ese tema necesita algo concreto que suene a confesión de amiga.

Cuando se habla con alguien de confianza se llama a las cosas por su nombre. La mujer X piensa, piensa hasta que logra murmurar los títulos que su pensamiento le dicta: La vida sin michelines. Adiós a mis chaparreras. ¡No más rollos! Son tres posibilidades interesantes pero no es necesario precipitarse. De aquí a fin de año sobra tiempo para elegir una o inventar otra que refleje el contenido del libro.

IV

Los objetivos –disminuir de peso y convertirse en best-seller– pierden importancia y fuerza en cuanto aparece ante la mujer X la serpiente que se agazapa en los nuevos paraísos: la pizza. Parece fácil rechazar la tentación de comerla mientras no se caiga en la trampa escrita con gises de colores sobre un pizarrón negro: Hoy: doble queso con más hebras, triple salsa, más costra, más ingredientes. Aproveche: más pizza por menos pezzos.

La mujer X reconoce que comer bien es sensacional. Al cuerno con la dieta y con el libro. Además es domingo y el lunes, como bien se sabe, todo cambia y empieza también en los centros comerciales, incluido el que veo desde la ventana: CC, el pequeño paraíso terrenal de mi colonia.

2. Destino turístico

Cada vez que termino una docena de rosas, para descansar, miro hacia el CC. Me sorprende que un centro comercial tan pequeño se vuelva un auténtico hormiguero en cuanto se acercan las vacaciones y aparecen en los periódicos las ofertas de ropa de playa y las fotos de posibles destinos turísticos: playas, zonas arqueológicas, pueblitos donde se respira tranquilidad y es posible recobrar –sobre todo en fondas y merenderos– los sabores de la abuela.

Ese anuncio es muy socorrido. Llama la atención pero a mí no me gusta. Siempre que lo leo me parece discriminatorio hacia los otros miembros de la familia. ¿Por qué atraer al turismo con los sabores de la abuela y no con los de hermanos, tíos o primos? Algún día lo sabré.

Por lo pronto no tengo tiempo de pensar en eso. Durante la Semana Santa que para la mayoría significa descanso, es cuando tengo más trabajo. Me paso de la mañana a la noche recortando papel, forrando alambritos y anudando moños. Antes de que termine el mes debo entregarles a mis clientes –dueños de tienditas y boutiques– las rosas con que adornarán las cajas de regalo para el Día de las Madres.

En mayo también habrá vacaciones. A ver cómo le hago, pero voy a pasarme unos días en algún destino turístico. Después de hacer mil rosas de papel necesito cambiar de aires. Elegiré entre las playas (me urge ver el mar) y las zonas arqueológicas. Descarto los pueblitos que prometen devolverme los sabores de la abuela. Los de mi mamá grande, Deódora, eran amargos como la soledad, como las lágrimas.