e acuerdo con testimonios publicados por este diario en semanas recientes, a los que se da continuidad en la edición de hoy, en diversas prisiones de la capital del país opera una estructura de cobro de cuotas a cargo de custodios y de los propios internos, que se traduce en el condicionamiento ilegal de servicios y derechos de los reclusos –salud, alimento, visitas, uso de instrumentos de higiene personal, electricidad, entre otros–, y en un trato degradante para la mayoría de los reos y sus familias.
Tales revelaciones son indicativas del descontrol en que se encuentran las instituciones públicas encargadas de promover la reinserción social de los infractores a la ley, situación que, por desgracia, trasciende el ámbito de los penales capitalinos: debe recordarse que, de acuerdo con un reporte de la Comisión Nacional de Derechos Humanos difundido en enero pasado, las autoridades carcelarias han perdido el control de 65 de las 101 prisiones más pobladas del país, en las cuales grupos mafiosos de internos ejercen una suerte de autogobierno
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Las prisiones del país son espacios supuestamente concebidos para dar solidez al estado de derecho, en los que el estricto ejercicio de la autoridad y la observancia del marco legal debieran ser realidades cotidianas e incuestionables. Sin embargo, en el México actual el sistema penitenciario oscila entre una corrupción escandalosa, que garantiza libertad de acción a quienes no debieran tenerla, y prácticas y circunstancias violatorias de derechos humanos, como el cobro de servicios, la venta de protección, la desatención médica e incluso la tortura, circunstancias que han terminado por convertir los penales en territorios sin más ley que la del más fuerte o del más pudiente en términos monetarios. No es de extrañar que la explosividad se encuentre a la orden del día en los reclusorios y que con regularidad estallen motines y pleitos que suelen dejar muertos y heridos.
Ciertamente, el descontrol en los centros de reclusión no es, ni mucho menos, exclusivo de nuestro país, pero ocurre que tal situación tiene aquí el telón de fondo de una estrategia de seguridad palmariamente fracasada y de un modelo de readaptación social que no cumple con los objetivos para los que fue concebido; que, lejos de reforzar eficazmente el estado de derecho, atenta contra él, y se traduce en un ensañamiento sistemático contra los infractores de la ley.
El grado de civilidad de una sociedad puede y debe medirse según la forma en que trata a sus eslabones más vulnerables, entre los que se encuentra, con independencia de su condición jurídica, un sector mayoritario de los reclusos y las reclusas. Es por eso que, más allá de la obligatoriedad de deslindar satisfactoriamente las responsabilidades por sucesos como los denunciados en estas páginas, el conjunto de autoridades de los tres niveles de gobierno debe emprender una política carcelaria que incluya el saneamiento de las prisiones nacionales, la devolución de éstas al imperio de la ley y la recuperación de sentidos rectores como la impartición de justicia, la prevención de la delincuencia y la rehabilitación y readaptación social de los infractores. Desde luego, dicha estrategia debe incorporar la corrección de los factores originarios de los fenómenos delictivos y la modificación de una política económica que ha sido telón de fondo y causa de la multiplicación de delitos y redes criminales. En la medida en que las propias prisiones sigan escapando al imperio de la ley, el Estado carecerá de credibilidad respecto de su capacidad para ejercer el control y la autoridad fuera de esos espacios.