as manifestaciones en contra de la realización de la copa del mundo en Brasil no tendrán las dimensiones de las que sacudieron al país hace un año, cuando se llevó a cabo esa especie de previa del mundial, que es la Copa Confederaciones.
En aquella ocasión, todos en Brasil –gobierno y oposición– se sorprendieron con las dimensiones y el grado de violencia de manifestaciones que llevaron a centenares de miles de brasileños a las calles de algunas ciudades del país.
Además, el gobierno logró ahora organizar un esquema de seguridad apto para garantizar el orden y aislar eventuales brotes puntuales de violencia. Los responsables de la realización del evento pueden tranquilizarse, al menos en lo que se refiere al orden público.
Esa conclusión y ese anuncio partieron, por supuesto, del gobierno. Porque nadie más se animaría, en el actual panorama, a decir lo mismo. Faltando menos de veinte días para que empiece el torneo, la contabilidad de las dos últimas semanas registra un número creciente de huelgas que, pese a ser convocadas por disidencias francamente minoritarias de sindicatos, logran paralizar las principales ciudades brasileñas. En al menos un caso –Recife, capital de Pernambuco– una huelga policial produjo un escenario de guerra, con saqueos, asaltos por todas partes, comercios cerrados, clases suspendidas.
Es verdad que las marchas y manifestaciones convocadas específicamente para protestar contra la copa y los gastos abusivos vienen mostrando, al menos hasta ahora, un poder de movilización bastante reducido. Pero es igualmente verdad que huelgas inesperadas y que tienen por bandera temas tan vagos como mejores condiciones de trabajo
se multiplican, y con fuertes consecuencias sobre la vida cotidiana de la gente. Algunas, como la de los transportes públicos de Río y de Sao Paulo, sorprenden por su capacidad de literalmente paralizar las dos mayores ciudades sudamericanas. Y están los maestros de escuelas públicas, y los guardias privados de seguridad de los bancos, y un etcétera largo y en permanente ebullición.
No hay un solo indicio creíble y palpable de que ese panorama mejore de aquí al jueves, 12 de junio, cuando Brasil y Croacia disputarán el partido inaugural (a propósito: al día siguiente, México se estrena contra Camerún).
En ese intervalo seguirán las denuncias, muy bien respaldadas por datos concretos, indicando que hubo robo explícito en la construcción y reforma de estadios, cuyos valores han sido francamente manipulados. Seguirán las quejas de que la fortuna invertida en el mundial de futbol debía haber sido destinada a sanar problemas crónicos en la salud pública, en la educación, en el transporte.
Por más que el gobierno muestre, y con razón, que los recursos invertidos en la copa son ínfimos en comparación con el PIB nacional, esa crítica persistirá. Es que los brasileños tienen toda la razón del mundo para protestar contra la pésima calidad de esos y otros servicios públicos.
Cuando se tiene, por un lado, a un gobierno que, pese a sus buenas acciones, no logra establecer un canal de diálogo con la opinión pública, y por otro, a un conglomerado de medios de comunicación que se esmeran para ocultar lo bueno y reforzar lo malo de ese mismo gobierno (y, a falta de errores concretos, inventa otros, abstractos), se llega a la receta casi perfecta para establecer un clima generalizado de confusión. Y si se agrega a ese cuadro un sistema político basado en el trueque de intereses mezquinos, y no en convergencia de propuestas, se alcanza la perfección.
De aquí a mediados de julio habrá copa y tensiones, desde las habituales en esa disputa que involucra al futbol, pasión nacional absoluta, hasta las otras, las tensiones causadas por esa rara expectativa de que algo serio y grave podrá ocurrir en las calles de cualquier ciudad del país más futbolero del mundo.
Luego vendrá la campaña electoral y después las elecciones, y sabremos quién habrá de gobernar los estados, quiénes serán los señores legisladores y quién presidirá a los brasileños hasta 2019.
Todo eso parece muy lógico, muy bien programado.
Pero hay una pregunta que nadie contesta: ¿dónde está la alegría de la víspera, que siempre fue característica de los brasileños a cada mundial? ¿Dónde las calles coloridas para esperar a la fiesta? ¿Dónde aquella esperanza casi infantil de que otra vez dejaremos bien clarito que cuando se trata de futbol somos los mejores no del mundo, sino de todas las galaxias?
Durante décadas y décadas, el país vivió el sueño de volver a ser escenario de un mundial.
Bueno, el torneo empieza dentro de 18 escasos días. Es, o debería ser, la mayor fiesta del planeta, esperada desde hace al menos 64 años.
¿Habrá fiesta?