Opinión
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¿Fin de los tiempos?
D

esde hace unos cuantos años una franja considerable de la intelectualidad europea comenzó, una vez más, a percibir los tiempos que corren bajo la lente de un relato del fin: una visión que augura no sólo el límite de una época, sino el límite de un mundo que había evitado, hasta la fecha, catástrofes y cismas que mermaran sus bases mismas. No se trata, esta vez, de un par de voces aisladas, sino de un cuantioso número de pensadores destacados que provienen de las más diversas filiaciones: Agamben, Rosa, Beck, Zizek, etcétera. No es, por supuesto, una narrativa nueva ni mucho menos. La aparición y reaparición cíclica de un tono cuasi apocalíptico en la filosofía (así lo llamó Jacques Derrida en 1982 en un artículo célebre) es una de las características centrales de la cultura europea desde sus orígenes modernos en el siglo XVI.

Es fácil descartar la idea del fin de los tiempos, sobre todo si se presenta en la envoltura de Holywood (la cinematografía del ecoterror, el tec­noapocalipsis, los biodesastres o las profecías milenarias, llámense Anticristo o ciclo maya). Basta con decir, no obstante… el mundo sigue ahí. Sin embargo, el asunto es visiblemente más complejo. En pleno Renacimiento, la retórica del Juicio Final, que se remonta a la Biblia misma, cobró una intensidad inusitada en todos los niveles de la sociedad europea. Reinhart Koselleck mostró en sus estudios sobre la historia del tiempo, cómo la gente vivía cotidianamente ante el umbral del miedo, a la espera de la llegada del Anticristo. Su explicación es polémica, no por ello despreciable: la división de la Iglesia cristiana, entre católicos y protestantes, trajo una súbita pérdida de poder en la institución más poderosa de la época, el Vaticano. El Papa estaba convencido que Lutero encarnaba al Anticristo, y Lutero, a su vez, creía plenamente que el Papa representaba esa señal del fin. Esa pérdida se tradujo en una intensificación del relato apocalíptico, que, entre otras cosas, movilizó los órdenes simbólicos que mantuvieron una guerra de cien años. No es que el fin del mundo llegara, dice Koselleck, lo que llegó fue el fin del antiguo régimen medieval.

La idea del tiempo obra en los dominios de la subjetividad social. Pero es en estos dominios donde se deciden los principios de certidumbre/incertidumbre que consolidan o disuelven los lazos de una sociedad. Y esto, obviamente, importa.

En La nacionalización de las masas, libro imprescindible, George L. Mosse recorre la forma en que el fascismo alemán, que resultó de una implosión de poder del antiguo Reich, provocada por el colapso de la República de Weimar y la crisis de 1929, basó su estrategia de arrastre en las narrativas del fin de los tiempos. Incluso Hannah Arendt se sorprende de su eficacia: Nadie amenazaba a Alemania en 1933 y, sin embargo, el nazismo logró que la gente se sintiera efectivamente amenazada. La opción, en ese delirio, era entonces: morir o pelear.

Hace poco, en 2001, vivimos una escena cuasiapocalíptica después del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York. Esa suerte de semiestado de excepción que la administración de Bush impuso a la sociedad estadunidense sólo podía ser fruto del diluvio mediático sobre la amenaza que representaba el terrorismo. Una extraña amenaza, que nunca volvió a amenazar efectivamente a Estados Unidos en su territorio.

Habría acaso que pensar, siguiendo el hilo de Koselleck, si la gradual pérdida de poder y legitimidad de Estados Unidos en la escena mundial, así como las insuperables dificultades que enfrenta la unificación europea, no se hallan en el fondo de esa nueva percepción agónica del mundo-que-viene. Pero hay un fenómeno nuevo que no habría que descartar. Se puede formular con una pregunta. Después de 1989, el capitalismo global cobró un ímpetu hegemónico como nunca en su historia. ¿Cómo es que esta hegemonía no se ha traducido en nuevas utopías –como la utopía liberal del fin de la historia–, sino en un cúmulo de visiones distópicas del futuro?

Hay una célebre frase en Marx que podría abonar a la interpretación de este fenómeno. En la maquinaria sublime de operación de la sociedad de mercado, todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin, se ven forzados a considerar sus condiciones reales de existencia y sus relaciones recíprocas. Y el último objeto de profanación de la efervescente labor del mercado es, precisamente, el orden que establece al mercado. Una auténtica historia gótica. El capitalismo se de-simboliza con su propia labor de expansión. No hay que olvidar que lo real es aquí parte del horror: el trabajo muerto, el grado cero del símbolo.

¿Cuáles son esas condiciones de existencia en la actualidad? Sólo menciono dos que muchos autores destacan.

a) La crisis ecológica. Ha llegado el punto en que la contradicción entre los recursos existentes y la maquinaria de reproducción industrial parecen haber alcanzado un límite. Sobre todo en la esfera de los hidrocarburos. Pero más de la quinta parte de todo el embalaje industrial está dedicado al automóvil (acero, plásticos, vidrio, carreteras, etcétera).

b) La necropolítica. Un fenómeno estudiado por Luis Arizmendi y otros: el capitalismo necesita destruir capital, vidas y bienes para mantener su ciclo vital. Despoblamiento violento de zonas, desempleados engrosando ejércitos, metamorfosis de economías en­teras. ¿Dónde irá a parar el 15 por ciento de desempleados europeos propiciados por la digitalización de la producción? Antes la solución eran guerras. ¿Y hoy?

Tal vez no sea el fin de los tiempos, pero es muy probable que se trate del ocaso del mundo que surgió en 1989.