ay violencia por falta de justicia; vivimos una descomposición social que se distingue por la violencia extrema, frecuentemente, en contra de policías que están en la trinchera más riesgosa, en contacto directo con la gente, pues les corresponde detener una marcha, evitar la toma de inmuebles o el bloqueo de lugares públicos o entradas a dependencias oficiales.
Es lamentable que gente indignada, agraviada por una injusticia o por un atropello, exacerbados los ánimos, busque desquite contra funcionarios ilegítimos o solamente incapaces o arbitrarios, desahogando su rencor contra los enviados a controlarlos o detenerlos, porque ése es su trabajo, pero en lo personal son ajenos a los agravios generadores del enojo colectivo.
Los sociólogos tipifican un auditorio, una manifestación o una multitud reunida con cualquier motivo, como conglomerados pacíficos y controlables externa o internamente. Pero explican que cuando los integrantes de un conglomerado social comparten una pasión como la ira, la euforia externa, temor o alguna otra, se tornan incontrolables, actúan en forma violenta, desordenada, destructiva e irracional; Joseph H. Fichter, profesor de la Universidad de Chicago, identifica este tipo de conglomerados con el nombre de turba y encuentra como sus características la falta de control y el alto grado de excitación emotiva.
La excitación emotiva y la pasión compartida, como el terror, los hace huir atropellándose, pisoteando a quienes caen o asfixiando a los más débiles, como sucedió en los túneles de un estadio de futbol hace unos lustros. La alegría eufórica, con alcohol o drogas, el festejo desbordado, el relajo
, diríamos en México, pueden convertir a una multitud pacífica en una turba incontrolable.
Recientemente se conocieron en México conductas de turbas enardecidas; un caso es el de San Bartolo Ameyalco, donde un pueblo convencido de que defendía los manantiales de su comunidad se enfrentó con violencia contra policías enviados en gran número para reprimirlos si protestaban contra obras de captación de agua.
Otro caso terrible, que culminó con el linchamiento de policías, ocurrió en San Andrés Tlamac, estado de México, donde en represalia por la muerte de un campesino que acarreaba leña, el pueblo entero, en unos cuantos minutos, sediento de venganza, recordando quizá anteriores agravios policiacos, fue capaz de agredir, destruir y aun matar.
Hechos así se presentan esporádicamente en poblaciones rurales o semirrurales y de vez en cuando en barrios urbanos como Tepito, cuyos vecinos se enardecen cuando hay redadas o decomisos de mercancía; la historia reciente nos recuerda casos en Milpa Alta y en Tláhuac.
Por cierto, el veterano y experimentado periodista Ricardo Alemán, en su Itinerario Político de hace unos días, recordó el episodio en Tláhuac, cuando una multitud alterada agredió a tres policías federales por el rumor de que eran secuestradores; dice el periodista que el entonces jefe de la policía judicial, Damián Canales, no hizo nada
. Esto no es así, y en justicia aclaro que el citado jefe de policía, personalmente con un pequeño grupo de elementos del GERI, salvó al único sobreviviente arrebatándolo literalmente de la turba que estaba a punto de prenderle fuego. Damián Canales y una docena de integrantes del GERI actuaron con prontitud y no sin riesgos, mientras que los policías preventivos, que eran más, se mantuvieron alejados del conflicto.
Anécdotas aparte, lo importante es preguntarnos por qué se acumula tanto rencor. La respuesta es múltiple, pero sin duda influyen la injusticia social y la desigualdad creciente e insultante. Para prevenir estas explosiones turbulentas, no basta perseguir, detener o dotar de más armas a los policías; se requieren prudencia, cercanía, atención de los problemas y, en especial, como lo dijo muy bien la secretaria de Desarrollo Social del Distrito Federal, Rosa Icela Rodríguez, en la Cepal, el blindaje contra la violencia es la política social y el desarrollo en igualdad
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