l esquema ideal de arquitectura institucional que se propone en la Ley de Industria Eléctrica es sumamente ambicioso. Es una mezcla de la más pura ortodoxia neoclásica y del autoritarismo mexicano más tradicional que –pese a todo– no ha logrado trascender ni el corporativismo, ni la tentación secular a operar con partidos de Estado, ni –mucho menos– el presidencialismo. De qué otra manera podemos comprender cuando, por ejemplo y al hablar de tarifas en el capítulo Vi del título cuarto, se afirma que la Comisión Reguladora de Energía (CRE) aplicará las metodologías para determinar el cálculo y ajuste de las tarifas reguladas. Es decir, aquellas en las que el mercado eléctrico no determine por sí mismo los precios, como son los casos de la transmisión, la distribución, la operación de los suministradores de servicios básicos, la operación del centro nacional de control de energía y los servicios conexos no incluidos en el mercado eléctrico. Pero –aquí el detalle– que en el caso del suministro básico (el que se provee bajo regulación tarifaria a cualquier persona que lo solicite que no sea usuario calificado) sólo definirá aquellas que no sean determinadas por el Ejecutivo federal.
¿Qué tiene que hacer el Ejecutivo federal en la determinación de tarifas? Nada. Puede y debe –evidentemente y sin duda– proponer al Congreso lineamientos, mecanismos, formas y montos de apoyos o subsidios a los usuarios del servicio eléctrico que realmente lo requieran. O a usuarios especiales por razones igualmente especiales. Pero no tiene nada que hacer en la determinación de tarifas. Y la Comisión Reguladora de Energía cuidar la práctica de subsidios cruzados y la nitidez en la determinación de costos y en su asignación adecuada y oportuna. Este es –hay que entenderlo muy pero muy bien, y de una vez por todas– un ejercicio técnico, económico y financiero, que debe ser de máxima transparencia y de máximo rigor metodológico. Y, además, continuamente evaluado. Incluso –como lo demuestran muchas experiencias internacionales– para supervisar y juzgar adecuadamente y evaluar las condiciones de operación del mercado eléctrico mayorista, tantas veces manipulado y manipulable. Y las de atención al usuario final. Y es que a pesar del credo ortodoxo, hay una y otra y mil experiencias que muestran las fallas del mercado. ¿Por qué? Dicen algunos teóricos de esta vertiente dominante de la economía que el punto de partida para comprender las fallas del mercado es comprender sus éxitos. Y que el éxito se logra cuando se tiene la capacidad de tener esos mercados competitivos ideales que permiten un equilibrio general en la colocación de recursos, el famoso óptimo de Pareto.
¿Bajo qué condiciones se logra tal óptimo? Bajo tres, aseguran: 1) suficientes mercados; 2) productores y consumidores realmente competitivos, lo que supone que están bien informados; 3) distribución adecuada de los recursos. Pero siempre hay problemas. ¡Siempre! ¿Qué significa suficientes mercados? ¿Qué quiere decir realmente competitivo y bien informado? ¿Qué es distribución adecuada? Por eso hasta hoy continúa el debate sobre las fallas del mercado. Y en ese marco se debate la intervención en ellos, cuya forma más refinada en el marco teórico dominante es la regulación. Por eso nuestro borrador de ley eléctrica no puede trascender el horizonte teórico en el que se inscribe. ¡Claro que no! Y eso lo lleva a formular algunas expresiones –sólo algunas pero de gran trascendencia– cuyo significado es totalmente ambiguo o, al menos, equívoco.
¿A qué expresiones me refiero? Pues ni más ni menos a las que fundamentarán no sólo la determinación de las tarifas reguladas, sino el juicio regulatorio sobre las dos fases competitivas que se suscriben: generación a través del mercado eléctrico mayorista y comercialización a través de la libre selección de suministrador por parte de los usuarios. Sólo señalo algunas: 1) costos eficientes; 2) provisión eficiente; 3) operación eficiente; 4) funcionamiento eficiente; 5) desempeño eficiente; 6) ingresos suficientes; 7) cuantía suficiente; 8) rentabilidad razonable; 9) práctica prudente; 10) inversiones eficientes.
¡Y qué decir cuando se cruzan estos conceptos!: 1) ingresos suficientes para cubrir costos eficientes y alcanzar una rentabilidad razonable; 2) costos o inversiones que no son resultado de prácticas prudentes. ¿Qué es eso? ¡Y –más aún– qué opinar cuando se advierte sobre las inversiones que no se ejecutaron de acuerdo con los programas autorizados por la Secretaría! ¡Por Dios! Por cierto, sería bueno que en un ejercicio autocrítico, la Secretaría de Energía comunicara al Congreso cuál ha sido la tasa de rotación de personal –por ejemplo de 2000 en adelante– no sólo en el nivel de mandos superiores, sino también en el de mandos medios y en el de analistas especializados! ¡Fracaso del mito del servicio civil de carrera¡ Bueno, pero volviendo a los términos de juicio del comportamiento de la industria, lo lamentable es que no hay solución fácil. Incluso hay quienes dudan de que dicha solución exista. Sugerir, por ejemplo, que debe estudiarse este asunto más detalladamente no hace sino retrasar el asunto. En el caso de la industria eléctrica esto no tiene solución ni inmediata ni fácil.
Una vez tomada la decisión constitucional de enterrar
el servicio público de electricidad y abrir el mercado eléctrico mayorista y la selección de suministrador del fluido eléctrico, no hay retorno. Incluso el retorno al anterior marco, exigiría esfuerzo similar o incluso mayor. Y cualquier arquitectura
institucional inicial será limitada, endeble, débil, sujeta a ajustes. Y mal haríamos en fincar el éxito del nuevo modelo de industria eléctrica –como parecen hacerlo los redactores de la iniciativa– en la autoridad del Ejecutivo federal y en una Secretaría de Energía muy pero muy fortalecida. Para bien y para mal la tentación autoritaria siempre está presente. Y con la coartada de la necesaria supervisión, la Ley de la Industria Eléctrica no ha logrado trascender esta tentación autoritaria. De veras.