Opinión
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Mar de Historias

Sht, sht, tranquila...

V

engo por el pantalón de Mauro, dijo Lucila. Pase. Nada más me falta darle una planchadita. No tardo. Siéntese. No, gracias, prefiero estar parada. Le insistí, jaló una silla y la puso junto a la ventana. Le noté los ojos hinchados. ¿Qué le pasa? Nada. Estoy bien. No le creí: Conmigo puede hablar. Sacó su pañuelo y me di cuenta de que le temblaban las manos. ¿Tiene miedo? No. Sólo un poquito de frío. Le ofrecí un café, bajo advertencia de que era soluble. Me sonrió. Vi su boca desdentada. Le pregunté qué había pasado con su dentadura. Inclinó la cabeza y se puso a alisarse la falda, meciéndose de adelante hacia atrás y repitiendo una frase que me costó trabajo entender: Me voy a portar bien.

Esa respuesta me pareció normal en una niña que se disculpa una falta y no en una mujer de 77 años que tiene una hija, un yerno y nietos ya grandes. Tomé el banco de la cocina y fui a sentarme junto a Lucila. Quise tomarle la mano, pero ella la ocultó bajo su suéter y me miró asustada: ¿Me tiene miedo? Hice la pregunta sin imaginarme la reacción de Lucila: salió de mi departamento y bajó las escaleras. ¿No se lleva el pantalón?

Creí que no me había escuchado porque siguió caminando hacia la puerta. Desde el barandal la vi forcejear con el candado. Fui por mi llavero, bajé a toda prisa, abrí el candado y retiré la cadena. Los usamos por seguridad. Este rumbo se ha vuelto muy inseguro. Van cuatro veces que se meten los ladrones al edificio. Son siempre los mismos. Ya los conocemos; los policías también pero no hacen nada por detenerlos. Mi hermana dice que son sus cómplices.

II

Abrí la puerta en el momento en que Regina estaba a punto de tocar el timbre. Lucila iba a decir algo pero su nieta no le dio oportunidad de hablar: Abuela, hace una hora que viniste a recoger los pantalones de Mauro. ¿No sabes que me preocupo cuando te tardas? Fue mi culpa. No los había planchado, dije. Regina miró extrañada a su abuela: ¿Y los pantalones? Ahorita voy por ellos. Si quieres vete yendo, yo te alcanzo... Regina hizo un gesto de impaciencia: No. Te espero, porque si no quién sabe qué tonterías hagas.

En cuanto nos quedamos solas Regina se acercó a mí: ¡Hijo, mi abuela me pega cada susto...! Antier otra vez se fue a la iglesia sin avisarme. La regañé y desde entonces no ha dejado de llorar. No quiero más escenitas. Le haré caso a Mauro: voy a encerrarla en su cuarto y cuando nos vayamos al trabajo también le echaré llave a la puerta. Si alguien toca, que mi abuela se asome por la ventana. Espero que no se vaya a caer, pero es capaz... Las personas de su edad son tan difíciles de cuidar como un niño. De veras, Sarita, es algo terrible.

Lucila reapareció con los pantalones. Regina se los arrebató con un movimiento brusco que hizo retroceder a su abuela y levantar el brazo para protegerse la cara: No me pegues. Regina dio un paso adelante: ¿Cuándo te he pegado? A ver, dime, ¿cuándo? No respondes porque no sabes qué decir. Te has vuelto levanta falsos y por eso no me gusta que hables con nadie.

Lucila estaba tan asustada que apenas le salieron las palabras: Pregúntale a Sarita y verás que no le dije nada malo de ustedes. Regina soltó una carcajada: Sólo eso me faltaba, después de que te tenemos viviendo con nosotros y te damos todo lo que necesitas. ¿Por qué lloras? ¿Tienes alguna queja? Si es así, desahógate, no quiero que luego me pongas tu cara de mártir y me hagas sentir culpable porque te cuido, por eso, ¡porque te cuido! Otra en mi lugar, ¿sabes lo que habría hecho contigo? Refundirte en un asilo y punto, a otra cosa mariposa.

Lucila se cubrió la cara con la mano. Sus gemidos aumentaron el disgusto de Regina: ¿Ves cómo te pones? En cuanto te digo algo, chillas, por eso mejor no te hablo. A ti no te importa, ya lo sé. Lo único que te interesa es oír tu maldito radio. Regina se volvió hacia mí: Con la tele era lo mismo: la tenía encendida todo el tiempo sin importarle los cuentones de luz que nosotros teníamos que pagar.

Les he dicho que me dejen trabajar para que no les pese tanto, dijo Lucila. Regina se burló: Ay, ¡qué digna! A tu edad, ¿quién va a ocuparte? ¡Nadie! Entiéndelo de una vez y deja de hacer ridiculeces que a mí y a Mauro nos ponen en vergüenza. Ay, abuela, no pongas esa cara. Sabes muy bien a qué me refiero. Cuéntaselo a Sarita lo que hiciste. ¡Ándale!

Lucila obedeció la orden de su nieta: Fui a pedir trabajo en los excusados que están a la vuelta de las pollerías. Eso ¿tiene algo de malo? La pregunta iba dirigida a mí, pero otra vez Regina tomó la palabra: Mucho, y lo sabías; la prueba está en que ni a mí ni a Mauro nos dijiste nada. Me enteré gracias a la señora de los jugos. ¿Te imaginas lo que esa mujer estará pensando? Que Mauro y yo no te procuramos, que te matamos de hambre y quién sabe qué otros horrores, cuando la verdad es otra: tienes tu cuarto, te pasas el día oyendo el radio, comes lo que se te antoja y por eso siempre estás enferma del estómago. Y ¿quién sale jodida? Pues yo, que tengo que limpiar tus cochinadas y comprarte las medicinas.

Lucila se defendió: Pero si hace mucho que no me enfermo. Regina le dio la razón: Es cierto. Y ¿gracias a quién? A Mauro, porque se le ocurrió ponerle candado a la cocina. Lo hizo por tu bien, pero en lugar de agradecérselo, en cuanto lo ves le pones carota como si olieras mierda. Ay, no me hables tan feo, suplicó Lucila. Es que me obligas con tus...

Todo sucedió muy rápido: Lucila atravesó la calle sin fijarse en que venía un cargador. La atropelló. Oímos el griterío. Regina corrió hacia su abuela que, inmóvil junto a la banqueta, respiraba con dificultad. Alguien le gritó: No vaya a moverla. Un hombre me dijo: Se necesita una ambulancia.

III

Llevaron a Lucila al hospital que está a dos cuadras. Voy cada quince días para que me inyecten. Conozco a todos los que trabajan allí. A la doctora Idalia le tengo mucha confianza, por eso me alegró que le tocara atender a Lucila. Mientras lo hacía nos fuimos a la sala de espera. Regina se la pasó diciéndome que si a su abuela le pasaba algo malo ella se moriría de tristeza. No hice nada por consolarla, sentí asco cuando se refirió a Lucila como mi bebé, mi viejita adorada.

Como a la hora llegó una enfermera para decirnos que podíamos pasar a la sala de urgencias en donde estaba Lucila. Pálida, apenas hacía bulto bajo la sábana percudida. Regina le habló muy amorosa: ¿Cómo te sientes, abue? La doctora Idalia se acercó: Por el momento, no creo que muy bien. Se dio un golpazo tremendo en la cabeza. Fuera del hematoma sólo tiene moretones y cicatrices en la espalda. ¿La golpearon?

Noté el temblor en la barbilla de Regina al contestar: Que yo sepa, no. Lo que pasa es que ella es muy religiosa y a veces le da por flagelarse dizque para que Dios le perdone sus pecados. La doctora Idalia se dirigió a Lucila en tono de broma: No ande haciendo esas barbaridades, mejor deje de hacer cosas malas. Regina siguió mirando a su abuela: Es lo mismo que yo le digo, pero no me hace caso. Doctora: ¿me la puedo llevar? Desde luego. Voy a ver que le extiendan su permiso.

Lucila se enderezó y con un movimiento de la mano pidió que me acercara. Regina se interpuso entre nosotras y presionó los hombros de su abuela para lograr que se acostara: Sht, sht, tranquila, tranquila. Piensa que dentro de un momento volverás a tu casa, a tu cuarto... Y usted, Sarita, si quiere váyase porque ya perdió mucho tiempo. Gracias por su ayuda.

Antes de salir de urgencias me volví a mirar. Regina seguía inclinada sobre su abuela. Al verla pensé en una araña que devora a su presa.