a cuestión de lo microeconómico se discute sólo de manera marginal en México. Se hace como si se tratara de un efecto derivado del desempeño macroeconómico, ya sea aquel referido a la estabilidad financiera como una condición general de eficiencia, o bien, en el momento actual, como un subproducto de las reformas llamadas estructurales. Pero eso no es suficiente. Ni la macroeconomía es el resultado directo de la suma del comportamiento de las unidades productivas y de los hogares y por sí misma no provoca el mejoramiento de la productividad.
Hacer más productiva la economía exige un proceso relativo al conjunto del sistema en términos materiales, sociales e institucionales. Y para que eso ocurra se tiene que armar su funcionamiento, alimentarlo constantemente, protegerlo con las medidas apropiadas y aplicadas de forma oportuna. El proceso está lleno de contradicciones y tropiezos, eso es inevitable.
La operación de los precios sanciona la asignación de los recursos en un tiempo y espacio determinados, la rentabilidad derivada de sus usos y la distribución de lo que se produce, pero no garantiza su eficacia en términos del sistema social. La eficacia microeconómica no puede ser un asunto local, pues se acaba provocando la concentración en distintas actividades y el poder de mercado, el surgimiento de rentas y utilidades extraordinarias y no necesariamente una mayor competencia que asegure que los precios sean los menores y mayor el beneficio del consumidor.
La macroeconomía se asume sin discusión como una materia del orden de lo público y, por lo tanto, de lo político, es decir, como parte de lo que compete a lo fiscal y lo monetario e, igualmente, a lo legal y judicial. La microeconomía tampoco se ordena de modo automático en el ámbito de las decisiones privadas y del intercambio en el mercado. No se trata de un asunto de índole natural que sienta las bases del crecimiento del producto, es una cuestión premeditada. Quien sepa algo de historia económica y de la historia de la economía como disciplina del conocimiento, entiende de lo que se trata. No son sólo teoremas relativos a la eficiencia en ambientes sin fricciones o donde ellas están controladas con modelos.
Parte de la relación entre lo macro y lo micro se aprecia en la fijación de los impuestos o la concesión de los subsidios que afectan el gasto en consumo e inversión. Otra parte se advierte en la existencia de los precios públicos de bienes y servicios estratégicos, que en el caso de México desajustan la estructura de costos de las empresas y el gasto de los hogares. Así ocurre también con la determinación del tipo de cambio que altera los precios relativos entre las exportaciones y las importaciones. Todas estas acciones repercuten en términos sistemáticos en la asignación de los recursos, en las pautas de la generación del excedente y en la distribución del ingreso y la riqueza.
De modo explícito hay que tratar el conjunto de los recursos utilizables y sus precios relativos en la articulación de la economía y el aumento de los rendimientos físicos de la producción, o sea, la productividad. La reforma laboral que se aprobó al final del sexenio pasado no ha logrado alterar el funcionamiento del mercado de trabajo para generar más empleo formal, con mayor grado de calificación y con salarios más altos. La más reciente reforma financiera no ha modificado la enorme resistencia de los bancos más grandes para acrecentar el crédito y bajar las tasas de interés en los préstamos que inciden en el aumento del producto y el desarrollo del mercado interno.
La inversión productiva crece apenas de manera débil por un tiempo largo ya y parece estar atada políticamente en buena medida a las reformas como la de telecomunicaciones y la energética, que podrían incidir para elevar la productividad general. La primera está estancada en las negociaciones donde predominan los intereses establecidos; la segunda se discute y aprueba entre los legisladores de manera poco transparente. Alrededor de ellas sigue habiendo incertidumbre, pero en medio del apetito de los posibles inversionistas ya bien alineados para hacer negocios.
Me temo que esta forma de plantear la política económica no va a desencadenar un aumento de la productividad general, que altere de modo significativo las condiciones de operación de la mayoría de las empresas. Un mercado interno sólido requiere decisiones empresariales ancladas en la inversión, con alto contenido de innovación tecnológica y organizativa, con gasto en investigación y desarrollo y con una alineación claramente establecida con los impuestos que se cargan y los subsidios disponibles.
La mayor productividad del sistema económico debe ser el objetivo primordial e idea persistente. A esa idea tiene que adaptarse el comportamiento de los empresarios en un nuevo esquema de dinamismo económico y, por supuesto también, el modo de actuar de los gobernantes. En ese proceso habría de sumarse una renovada y fuerte organización de los trabajadores.
Así es de complejo. Se trata de un asunto clave que no puede quedarse en los innumerables discursos de los representantes empresariales y de los funcionarios de todos los niveles del gobierno y la administración pública. Es una transformación de índole cultural que me parece aún lejos de establecerse como práctica social. Mientras se trate de hacer alguna reforma posible al sistema económico prevaleciente no hay mucho para donde hacerse. Seguiremos a merced de lo que pase en Estados Unidos; ese es el argumento principal cuando se discute sobre la evolución de la economía y sucede hoy una vez más ante la lenta expansión del producto. Otra conversación ha de ser posible.