yer, martes, al momento de escribir estas líneas (y un par de horas antes del partido Brasil-Alemania) me sorprendí al darme cuenta cabal de que… ¡le iba a Alemania! Soy antropólogo y me interesan esta clase de vuelcos sentimentales. Los romances y las antipatías geográficas no me parecen triviales.
Cualquier latinoamericano de más de 50 años conoce el amor que hubo por México por décadas como resultado del cine de la época de oro mexicana, y de figuras como Agustín Lara, Pedro Infante, Jorge Negrete o María Félix. Amor por todo lo mexicano: por su revolución, por sus héroes, por sus dichos, sus canciones. Cualquiera de mi generación o mayor sabe también que ese sentimiento disminuyó aunque fuese tantito con la caída del cine mexicano en la década de los 70 (difícil que un puertorriqueño sienta amor por México por haber visto Canoa o Las Poquianchis), y que la forma de vender a México como parte de Norteamérica en tiempos de Carlos Salinas y sobre todo bajo el PAN fue poco atenta a la proyección de México hacia el sur. La proyección de una simpatía internacional –como la que tuvo Brasil en el futbol– es un gran logro a escala cultural y aun diplomática, y por eso vale la pena estar atentos al significado de cualquiera alteración en la geopolítica de nuestra economía sentimental.
Pertenezco a la generación que le tocó ver el Mundial de 1970 (tenía 13 años entonces), y en ese momento todo México estaba enamorado de Brasil. Desde ese Mundial, siempre le fui a Brasil en todo. A finales de la década de los 70, aprendí a leer portugués y a hablar un portuñol bastante aceptable; leí muchísima historia y antropología brasileñas; leí a escritores maravillosos, como Machado de Assis, Gilberto Freyre, Euclides da Cunha y tantos otros. Escuché música de Chico Buarque, Ney Matogrosso, Maria Bethania… Fui a Brasil y me enamoré de Brasil. ¿Qué me pasó? ¿Como pude caer tan bajo como para irle a Alemania, país que quiero también entrañablemente, pero contra el cual tengo una sospecha histórica tan difícil de desarraigar?
Confieso que lo que precipitó mi ánimo futbolístico fue haberme enterado de que el público brasileño apoyó a Holanda en contra de México en el estadio. Después del romance mexicano con el futbol brasileiro, eso sí que duele, y sería en sí mismo causa suficiente para irle al que sea. (También esta semana rechacé un viaje a dar una conferencia en Holanda por resentimiento con el claviadista
Robben; la invitación me llegó en mal momento…)
Pero la verdad es que, si me asincero, pienso que hay en mi actitud algo más que el despecho por la traición (imperdonable) del apoyo brasileño a Holanda. Mi romance con Brasil había comenzado a agriarse un poco antes de este evento, que le diera la puntilla. Antes que mi favorito absoluto para ganar el Mundial fuese Argentina. Antes de observar cuántos brasileños le han entrado al sentimiento de la competencia geoglobal con México, hasta el punto de decir, como dijo de forma tan prepotente Lula, que Brasil es mejor que México en todo. O hasta el punto de decir, de una forma tan chovinista que borda en el imperialismo, como hizo Dilma, que Brasil es el verdadero hogar del futbol (¿no lo son, también, los demás países? ¿No lo es Chile, donde nací? ¿No lo es México, que ha seguido porfiando en su amor por el futbol pese a haber sufrido años de selecciones impresentables durante los años 70 y 80? ¿No lo es España? ¿No Italia? ¿No Argentina? ¿No Uruguay? ¿No Colombia?)
Sigo amando Brasil. Es un país maravilloso: amado, genial, alegre, sufrido… todo. Un país lleno de amigos. Un país de verdadero pensamiento, de verdadera creatividad. Pero hay que aceptar también que su paso al estatus de potencia regional, con pretensiones mundiales, ha tenido un costo fuerte. También los estadunidenses eran alegres y optimistas antes de convertirse en ugly Americans después de su éxito en las dos guerras mundiales. Los brasileños hoy se han convertido en personajes algo petulantes, algo sobrados respecto de su potencial, y a veces con desdén hacia lugares como México que, francamente, no son menos en nada.
La verdad es que los alemanes han tenido más conciencia ambiental y más compromiso democrático en su política exterior. Los alemanes tienen una distancia irónica frente a un nacionalismo que los brasileños parecen haber adoptado sin ambages, y con la idea, falsa, de que por su historia no pueden llegar a ser chovinistas, ni antidemocráticos, ni racistas.
Si algo nos enseña la historia de Alemania es que un país de ideas avanzadas y de amplia cultura puede sucumbir ante la tentación narcisista del nacionalismo, alimentado por cualquier éxito. Alemania sabe esto. Pareciera que Brasil todavía no.
Son las 3 de la tarde. Está a punto de comenzar el partido. Ojalá gane Alemania. Y ojalá que Argentina sea campeón.