Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de julio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Disfraces en la catedral
H

acia mediados de junio, la fauna parisiense cambia de aspecto. Desaparecen la ropa oscura, los trajes de lana, los impermeables y los paraguas. Aunque este año, los paraguas, sin la compañía lautrémontiana de una máquina de coser sobre una mesa de disección, vuelven a salir ante las tormentas tropicales que se anuncian sin llegar a París. Aparecen los bermudas, e incluso los shorts, los tenis, los escotes mostrando todo lo que Dios les dio, la ropa clara, ligera.

¡Cuidado! No hay qué cometer el error de creer que un parisino pueda atreverse a usar shorts en su ciudad. En realidad, las perchas de estos atuendos veraniegos es otra fauna, la cual, durante dos meses, suplanta a los habitantes de París: los turistas. Se equivocan también quienes creen que, porque los pobladores de esta ciudad emigran hacia las playas del sur de Europa, o a otros continentes, París queda vacío.

París está siempre ocupado, claro, no en el sentido de la ocupación nazi, sino por la gente que lo vive y vive en él. En 2013, el número de turistas en Francia, primer destino turístico en el mundo, fue de 83 millones, es decir, 2.6 visitantes cada segundo. En 2014, la cifra será superada pues en lo que va del año han llegado 46 millones 247 mil 145 turistas y la cifra aumenta cada segundo mientras escribo estas líneas. Por su parte, la capital, primera ciudad más visitada en el planeta, recibe anualmente alrededor de 27 millones de turistas, es decir, 12 veces la población intramuros de 2 millones 215 mil 157 habitantes.

Es, desde luego, durante el verano cuando llegan a París la mayor parte de visitantes extranjeros. Muchos de ellos no son contabilizados pues ni siquiera duermen en la capital: se dan sólo una vueltecita por la ciudad al dirigirse hacia las playas del Mediterráneo.

Así quienes nos quedamos en París durante el verano, raros especímenes de una población para la cual las vacaciones son una necesidad indispensable semejante a la respiración, en vez de poder disfrutar de una ciudad desierta, nos vemos envueltos por el hormiguero que pulula en esta ciudad, sobre todo cuando, como en mi caso, se habita a una cuadra de la catedral de París.

Porque esta población se concentra en los grandes almacenes como las galerías Lafayette o las pequeñas tiendas de souvenirs alrededor de los monumentos más cotizados: Sacre-Coeur, Torre Eiffel, el Museo del Louvre, el de Orsay y tantos otros, la avenida de los Champs-Elysées, el barrio latino o los célebres cafés Deux-Magots y Flore, restoranes como La Coupole, aunque ahí la nostalgia ya no es lo que fue –frase que sirvió de título a las memorias de Simone Signoret. Y, desde luego, Notre-Dame. Inevitable joya de la geografía y la historia parisienses, lugar de culto y museo, sin contar su excepcional ventaja, pues es uno de los raros monumentos gratuitos en París.

Los despistados que pretenden entrar a la catedral en shorts se ven rechazar su ingreso, obligados a volver a su hotel a cambiarse. Una vestimenta adecuada, decente, es indispensable. Igual que en la Catedral de la ciudad de México. Nada más que a Notre-Dame las mujeres pueden entrar con velo o sombrero, incluso, ahora, con la cabeza descubierta.

En México, durante mi última visita a la hermosísima catedral barroca, un guardián exigió que me quitara el sombrero. En vano traté de explicar que las mujeres debían cubrirse la cabeza y los hombres descubrirla. Su argumento: eran las instrucciones dadas por el propio cardenal. Me lo quité frente a él y volví a ponérmelo unos metros adelante. El taimado me seguía, me hizo quitármelo so pena de conducirme a la puerta, ahora de salida. Argüí que otras dos mujeres llevaban sombrero y él no las amenazaba de expulsión. “Ellas pagaron indulgencias; claro, si Su Señoría quiere…” Preferí someterme a la renovadora, ¿o retrógrada?, liturgia de Su Eminencia, quien debe ser un militante de la igualdad de sexos y de los travestiste, si no es él mismo uno de éstos puesto que viste sotana.