odo el ballet diplomático y las acusaciones y absoluciones que se suceden en el caso del avión de la Air Malaysia derribado en Ucrania oriental ilustran al pasar las relaciones que existen entre las tres grandes superpotencias (Estados Unidos, Rusia y China) y también entre éstas y los protagonistas de segundo o tercer orden de la política mundial a los que, por comodidad y brevedad, y a costa de la precisión, llamaré subpotencias, o subsub, en escala descendente.
En efecto, el avión es malayo y el conflicto de Rusia con Ucrania nació de la defenestración por la Unión Europea (UE) del presidente constitucional pro ruso Viktor Yanukovich para que un grupo de oligarcas, apoyados por fascistas, firmase un tratado de integración a la UE funesto, en particular para Ucrania oriental. Sin embargo, en la discusión sobre cómo fue derribado el Boeing, Estados Unidos ignora por completo a Malasia, Bruselas y Kiev y negocia directamente con Rusia en una relación Barack Obama-Vladimir Putin, en la que Washington prescinde de todos aunque eso aumente su pérdida de hegemonía, mientras Moscú trata por su parte a los ucranios independentistas como meras piezas que nadie consulta.
En efecto, Estados Unidos absorbió sin problemas la anexión rusa de Crimea y Moscú la defenestración de Yanukovich, su instrumento en Ucrania, y dejó a su suerte a los separatistas pro rusos de Ucrania oriental, limitándose a darles algunas armas, pertrechos y una discreta asistencia militar. En el caso del avión de Air Malaysia, Estados Unidos –que tiene sobre la zona estacionado un satélite que puede comprobar todos los movimientos– afirmó primero que un avión ruso lo había derribado, para ofrecer después una versión que exculpa a Moscú pues dice sólo que los culpables serían ”guerrilleros ucranios mal entrenados”, mientras Rusia, que había recibido las cajas negras encontradas por los independentistas ucranios, las devolvió para que las entregasen a las autoridades de la UE (ni siquiera a las de Malasia, país al que pertenecía el avión abatido).
En el escenario mundial se reproduce lo que se puede observar en Ucrania. En el mismo momento en que Estados Unidos tantea las reacciones rusas en su frontera occidental (Ucrania) y eleva la apuesta en Medio Oriente respaldando el genocidio en Gaza que están realizando los fascistas sionistas que desde el gobierno de Tel Aviv buscan la solución final
al caso palestino, Moscú y Pekín se enraizan en el famoso patio trasero
de Estados Unidos mediante las giras de Vladimir Putin y de Xi Jinping y las alianzas estratégicas reafirmadas en esas visitas a Brasilia, Buenos Aires, Caracas, La Habana y en los acuerdos con la Unasur y la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños).
Brasil financia en Cuba la transformación del puerto de Mariel en un puerto de aguas profundas que podría dar base a un cluster (servicios portuarios y técnicos concentrados para muchos barcos de gran tamaño y calado). Desde allí podría ser redistribuido el comercio atlántico hacia China que no puede superar los atascos y la estrechez del canal de Panamá ni esperar la construcción del más competitivo canal transoceánico en Nicaragua, con financiamiento chino. Rusia, por su parte, construirá otro puerto de aguas profundas que podría ser utilizado por naves de guerra en Santiago de Cuba, en la estratégica parte oriental de la isla. Si se tienen en cuenta los acuerdos militares con Venezuela en el campo naval, la noticia se enriquece mucho. Al mismo tiempo, el apoyo que China le brindó a la maltrecha economía argentina es también un respaldo al grupo de países que aunque practican una política comercial neoliberal y respaldan a los empresarios buscan al mismo tiempo depender menos de las trasnacionales. Las inversiones chinas en el campo nuclear, la producción petrolera y la energía hidroeléctrica y la venta de material ferroviario sin duda fueron un buen negocio para China, pero también crean las condiciones para paliar más rápidamente algunas de las gravísimas carencias de la economía argentina.
En los años 1920, los bancos y algunas empresas estadunidenses empezaron a ocupar en América del Sur los espacios que cedían Francia y, sobre todo, Inglaterra, las potencias dominantes en la zona antes de la Segunda Guerra Mundial. Ahora aparecen empresas chinas y hasta el Banco de Comercio Exterior chino expande su actividad. Las inversiones chinas abarcan la minería, la agricultura, la producción de energía hidroeléctrica y de una central nuclear, el transporte de mercancías y de pasajeros, sectores de la industria liviana y de la automotriz. China se asegura una fuente importante y competitiva de alimentos en Argentina y Brasil y, de paso, amplía el mercado para sus productos.
Así como no falta nunca un sudamericano que acuse a Brasil de subimperialismo
, comienzan a escucharse voces de nacionalistas asustados por el imperialismo chino
, por no hablar de los sectores oligárquicos siempre muy a su gusto con el domino del dólar y que dicen temer ahora el avance de los yuanes. Pero el capitalismo chino todavía no llegó a esa fase: simplemente amplía sus bases en un sistema capitalista mundial que comparte y refuerza pero que no dirige y piensa sobre todo en el futuro. El presidente Xi, por ejemplo, dijo en Buenos Aires que China es actualmente un país de desarrollo medio pero que, en 2050 (dentro de un cuarto de siglo) será un país próspero. Si se tiene en cuenta que la economía china crece a un promedio anual de 7.5 por ciento, cuando la japonesa y la de la UE están estancadas y la estadunidense crece por debajo del crecimiento demográfico, el cálculo de Xi podría tener alguna base… a condición de que la política no cambie los datos económicos. O sea, de que Washington se resigne a declinar lentamente como le pasó a Inglaterra.