os faltan palabras. Ninguna alcanza a recoger la magnitud y profundidad del impacto. El ánimo no está preparado para asumir algo como lo de Gaza.
Tenemos que ir al fondo del asunto. Es salida fácil atribuir todo a un tirano sicópata, aunque lo hay. Puede o no ser válida la encuesta reciente que indica que 75 por ciento de los habitantes de Israel apoya lo que se está haciendo. Pero no hay duda de que una porción sustantiva de la población de ese país respalda la política que hoy llega a este extremo insoportable.
No se trata de culpa, sino de responsabilidad. Es la que han debido asumir las nuevas generaciones de alemanes: no tuvieron culpa alguna en lo que hicieron sus padres o sus abuelos, pero debieron aceptar su responsabilidad. Y si de eso se trata, el asunto no termina en Israel… y tampoco en Estados Unidos y sus aliados, pensando no sólo en sus gobiernos, sino en sus poblaciones. Esto nos concierne a todas y todos. Se trata de explorar nuestra complicidad.
Tenemos que enfrentar con entereza la medida en que estamos involucrados en estos crímenes. Lo que hoy ocurre en Gaza no es sino una manifestación enloquecida y salvaje de un estado de cosas en el que estamos inmersos. Debemos preguntarnos por la medida en que somos responsables de que persista.
Hay propuestas más o menos convencionales. ¿Compramos productos de Israel o sus aliados? ¿Invierten nuestras instituciones en ese país? Existen, obviamente, corporaciones privadas que obtienen beneficios en esta situación y por ello se apela a uno de los recursos usados en su momento contra el apartheid: el boicot que lleva a la desinversión, campaña bien explicada en Wikipedia. Podemos formar parte de esa campaña, evitando comprar esos productos y combatiendo esas inversiones.
Son pasos en la dirección correcta pero claramente insuficientes. Es también útil salir a la calle y protestar, sea en Tel Aviv o en San Cristóbal, o unirse a la marcha latina que tuvo lugar ayer, desde Río Grande hasta la Patagonia. Implica pintar la raya, tomar distancia, denunciar. Pero tampoco es suficiente.
El estado de cosas que produce la aberración de Gaza abarca al régimen político y económico en que vivimos, esa combinación de corporaciones irresponsables con gobiernos igualmente irresponsables, que han aprendido a ignorar la voluntad de sus electores y contradicen continuamente sus mandatos. Su empeño destructor incontenible arrasa por igual con vidas humanas y naturaleza. La seguridad es el pretexto para el uso brutal de la fuerza y el abuso de las facultades de los gobiernos, aunque es precisamente la seguridad la prueba mayor del fracaso del régimen de gobierno en el estado-nación y las instituciones internacionales: no pueden cumplir esa función, que es su obligación primaria.
Es cuestión de poder, sin duda. Pero hay que tomar en cuenta que el poder no es una cosa, no es algo que unos tengan y otros no, que esté allá arriba, concentrado, por lo que se podría dispersarlo o distribuirlo, empoderar
a quienes carecen de esa cosa
, el poder. El poder es una relación. Todos estamos involucrados en las estructuras de poder. Sostenemos una punta. De nosotros depende que se mantenga o no una relación específica de poder, que persista o no el estado de cosas.
No basta decir que se trata del capitalismo, para hacernos consecuentemente anticapitalistas, como se planteó hoy de mil maneras distintas en el encuentro Trascender el capitalismo
organizado por el Centro para la Justicia Global en San Miguel de Allende.
Es preciso ir todavía más lejos. Atrás de todo esto, del horror de Gaza, el de los niños migrantes o los atropellos de toda índole de los poderes formales en México, atrás de capitalismo y democracia
formal y de todo ese estado de cosas, atrás de modernidad y posmodernidad, están la mentalidad y la práctica del patriarcado. Todo eso es una expresión de una manera de pensar, de actuar, de ser, que abarca a hombres y mujeres, y tiene el nombre apropiado de patriarcado, en que el arché del término significa control, dominación, poder, y se ejerce en la tradición varonil
. Es su ímpetu destructor, que llega a su extremo en la hora de su colapso. Y si de eso se trata, todas y todos somos cómplices. No hay forma de lavarnos las manos o eludir nuestra responsabilidad. Es hora de romper a fondo con la mentalidad y comportamientos patriarcales que afectan a tantos hombres y mujeres en todas partes. Sólo de esa manera podemos seriamente empezar a desmantelar todo ese edificio abominable. Eso define, por cierto, la naturaleza misma del empeño zapatista.