os días de agosto corren como las aguas de ríos caudalosos acercándose al mar. Así, como relámpago cabalgando sobre los músculos lustrosos de los caballos árabes de Granada, nos llega el 19 de agosto, el día de hace 78 años en el que una bala ordenada por un traidor mató a Federico García Lorca.
Hace muchos años, una noche de otoño llegué al teatro del Palais de Congrès de Perpignan, esa pequeña ciudad mestiza de raíz catalana en el sur de Francia. Una trilladora de trigo, enorme, mecánica, regía el escenario. La sorpresa fue mayúscula, pues se trataba de ver Nana de espinas, espectáculo inspirado en Bodas de sangre, una de las obras cumbres de la dramaturgia del poeta andaluz. Al iniciar la función, la trilladora arrancó sus cuchillas y, con su sonido, perenne, omnipresente, comenzó a marcar el tiempo del drama de la vida campesina. La Cuadra de Sevilla, compañía gitana dirigida por Salvador Távora, nos regaló una versión que me permitió comprender, si eso es posible, los profundos valores de la vida campesina, cargada de un ritmo a un tiempo luminoso y oscuro, con una moral ritualizada en el prestigio como una misión providencial, asida a la religión y a una singular valoración sobre el honor que, a veces, rasga la piel hasta herirla, desangrarla y secarla.
Símbolo de la tierra, el sacrificio ritual se baila al ritmo de la trilladora, en sus entrañas. La violencia hace callar a la razón y el aliento se extingue ante la fuerza emotiva de la visión de Lorca. Estamos ante la vida de los hombres.
Ritual religioso y procesión profana. Con raíz en la tierra. Así es el teatro de Federico, entendí, cuando algunos años después pude vivir el momento en el que la luna y la muerte se funden al ritmo de un caballo negro que caracolea siguiendo el sonido de pitos, flautas y tambores chontales en Oxolotán, mientras reviven Bodas de sangre en la exuberancia verde del trópico de Tabasco. El sol, la selva y la sierra rigen la oscura raíz del grito
, la sangre que corre por las venas de la tierra al tiempo que circula por los cuerpos de hombres y mujeres que tienen con ella trato amoroso, intimidad a cielo abierto. Y así, el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, el inmenso proyecto de María Alicia Martínez Medrano y Julieta Campos, hace inmortal a todo aquel que se acerca a mirarlo: Bendito sea el maíz, porque mis hijos están debajo de él
, dicen las mujeres con las faldas rojas explotando en mil y una flores. Se torna el puñal en machete y en el escenario aquel en el que se escucha el río, oímos la Nana de Federico y recordamos el caudal del flamenco: “Nana, niño nana…/ del caballo grande/ que no quiso el agua./ ¿Quién dirá, mi niño, lo que tiene el agua?/ Con su larga cola/ con sus verdes alas/ las patas heridas, / las crines heladas,/ dentro de los ojos/ un puñal de plata”.
Es esa misma Nana que grabó Camarón de la Isla en La leyenda del tiempo y Enrique Morente en Omega, dos obras cumbres que le dieron la vuelta al flamenco para relanzarlo, darnos cobijo con sus toques, sus palos y un sentimiento inmerso en la raíz y convertirlo en estrellas que alumbran el alba de los nuevos tiempos.
Es casi el mismo nuevo génesis que causó Federico García Lorca cuando, con Manuel de Falla, creó el renacimiento del flamenco y convocó el primer Concurso de Cante Jondo en Granada, en 1922. Ya De Falla había escrito en 1917 que en el cante “importa más el espíritu que la letra. El ritmo, la modalidad y los intervalos melódicos, que determinan sus ondulaciones y sus cadencias, constituyen lo esencial de esos cantos, y el pueblo mismo nos da prueba de ello al variar de modo infinito las líneas puramente melódicas de sus canciones. Aun diré más: el acompañamiento rítmico o armónico de un cante popular tiene tanta importancia como la canción misma. Hay que tomar la inspiración, por lo tanto, directamente del pueblo… para no hacer un remedo”. Por esos años Federico oscilaba entre dedicarse a la música o a la poesía. El ritmo de Bodas de sangre fue inspirado, según dicen los que saben, en la Cantata 140 de Bach, como a veces, según quienes lo conocieron, también él lo expresó.
Sea como fuere, el 31 de diciembre de 1921, encabezados por Manuel de Falla y Federico García Lorca, un grupo de hombres del arte y la cultura, entre los que se encontraban para sorpresa y gozo nuestro Enrique Díez Canedo y Alfonso Reyes, iniciaron la búsqueda de apoyos municipales para realizar el concurso que cambió la cara del flamenco. Así, los días 13 y 14 de junio, en la fiesta del Corpus Christi de 1922, se llevó a cabo en la Plaza de los Aljibes de La Alhambra de Granada el primer Concurso de Cante Jondo, que contó con la guitarra de Ramón Montoya para acompañar a los nerviosos concursantes y cuyo jurado estuvo formado por Pastora Pavón, La Niña de los Peines, y Antonio Chacón, quienes premiaron la madurez y el futuro del cante flamenco personificado en Manolo Caracol. Allí también se difundió impreso el celebre librito El Cante Jondo, canto primitivo andaluz, que tomó como base la conferencia que ofreció Federico por primera vez el 19 de febrero de ese año con el nombre de Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado Cante Jondo
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Federico García Lorca vive en la lectura de su poesía, en las funciones de sus obras de teatro, en los cantes de los grandes del flamenco. Lorca es raíz de vida, es un espíritu universal que vuelve siempre ante nuestros ojos para hacer visible lo invisible. Con la emoción pura y la pasión intensa cultiva el arte de la paradoja de los tiempos. Nos llega como la corriente de los ríos y los relámpagos de agosto. Como la pasión de la luz. Esa es su poesía.
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