o gana uno para sorpresas: después de la Gran Transformación
celebrada el lunes, henos aquí atrapados por el rito (que no el mito) del eterno retorno que el secretario del Trabajo, seguramente por órdenes superiores, pretende volver a oficiar con acólitos de lujo: el jefe de jefes de los negociantes de México, el inefable cazador de safaris Gamboa Pascoe, el pastor de la patronal y de las medicinas, el dirigente del Congreso del Trabajo y otros dignatarios huéspedes del corporativismo menor mexicano, ahora acompañados en el te deum nada menos que por dos respetados dirigentes de la Unión Nacional de Trabajadores, apenas antier denodados participantes en el foro dedicado a estudiar el salario mínimo y su posible –para muchos necesario y urgente– incremento.
Otrora, el secretario Navarrete dio la voz de alarma sobre el desproporcionado peso de la ocupación informal, así como sobre otras lacras del mercado laboral mexicano que lo carcomen inmisericordemente. Ahora, su pronunciamiento tripartita
alarma, pero en sentido contrario: la alerta debe ser contra el empeño del gobierno y sus aliados en las cúpulas del dinero por revivir lo que quedó del tripartismo corporativo que estalló en 1994, por el error de diciembre
y el increíble despropósito del gobierno de darle a los pactistas unas horas de tregua, antes de proceder a la devaluación del peso.
En esa infausta circunstancia, voló la confianza que quedaba y los especuladores e inversionistas de buena y mala fe se llamaron a engaño, no sólo por el triunfalismo salinista que los había hecho creer en la modernidad mexicana, sino por el mal manejo del equipo que llegaba, que permitió a los mexicanos ricos adelantarse a los foráneos, cubrirse y ganar con la depreciación monetaria. Quien entró al quite con diligencia fue el presidente Clinton, acompañado por la prepotencia insolente del secretario del Tesoro, Summers, quien se presentó urbi et orbi como el cancerbero mayor del rescate mexicano.
Mucho de lo que siguió fue leyenda, pero no el mal trato otorgado a México, a pesar de que el gobierno del presidente Zedillo pagó antes de tiempo y preparó con esmero la alternancia que, se dice, exigió Clinton como prenda de arrepentimiento del Estado, que poco antes había iniciado formalmente la integración norteamericana.
Desde entonces lo que ha seguido es historia dolorosa, plagada tanto de sinsabores para la mayoría de los mexicanos como de acertijos para los estadunidenses, que no aciertan a dar con la cuadratura del círculo del laberinto mexicano de la soledad.
Los firmantes nos ilustran
: la economía apenas crece y la productividad declina; la pobreza se mantiene y el empleo y el bienestar no mejoran, debido a lo anterior y a las tasas de crecimiento de la población y de la inflación
. Que hay que crecer de manera sostenida y, a través de la productividad y la reducción de la informalidad atender el problema de la pobreza y el bajo ingreso de los trabajadores
. Luego, los pretendidos trigarantes hacen su acto de fe en las reformas y el aumento de la productividad y los empleos que traerán consigo.
De inmediato, hablan de un Diálogo Social
(mayúsculas de ellos) y llaman a discutir el tema de los salarios, en particular de los mínimos, “dentro de los marcos legales e institucionales establecidos para tal efecto en nuestra Carta Magna y considerar necesariamente el incremento de la productividad y compartir sus beneficios (…) pues sólo así evitaremos caer en errores del pasado que causaron dolorosas lecciones al país, a los empleadores y los trabajadores”.
Todo termina con un saludo a la bandera, al gobierno y sus reformas y el compromiso para que “los cambios que estamos implementando (…) se traduzcan en una mayor competitividad, generen crecimiento económico sostenido y cristalicen en beneficios tangibles para todos los mexicanos”.
Más allá de sofismas e ignorancia económica, que acompañan al pronunciamiento de principio a fin, llama la atención su audacia para afiliarse al frente unido contra un aumento al salario mínimo, que la semana pasada lanzaran el gobernador Carstens y los personeros de las cúpulas empresariales, ahora devenidos empleadores
que no dudan en placearse con sus empleados y uno que otro palafrenero de ocasión. Pues que les vaya bien…
De lo que se trataba, según mi lectura de la convocatoria del jefe de Gobierno del Distrito Federal, era tomar cabal nota del nivel del salario mínimo y su ostensible alejamiento del mandato constitucional, para de ahí hacer un análisis técnico que sustentara incrementos en montos y a ritmos prudentes que no pusieran en riesgo la sacra estabilidad. Nada más y nada menos.
Si los firmantes quieren discutir el tema conforme a los marcos legales e institucionales establecidos para tal efecto en nuestra Carta Magna
, santo y bueno, bienvenidos: que reconozcan que la carta ha sido desobedecida persistentemente y que, si de acatar sus mandatos se trata, lo que corresponde es enmendar los yerros, o bien, apelando a sus mayorías teiboleras, cambiar la Constitución y no dejar rastro del salario mínimo para no reincidir en la violación de su mandato.
La rediviva gran alianza corporativa, hegemonizada por los personeros del gran capital, va al extremo cuando monta una ofensiva basada en mentiras en contra de una sugerencia tímida en materia salarial, que no afectaría los precios ni las ganancias y sí aliviaría la situación inicua de varios millones de mexicanos que sufren la más inaudita pobreza salarial de que se tenga memoria. La proverbial mezquindad patronal no es razón suficiente para esta sobrerreacción.
Algo más traen entre manos y mucho más se ha puesto en juego. Por lo pronto, la vigencia y validez de la deliberación y el debate como formas primordiales de una democracia digna de tal nombre. Y, junto con ello, la legitimidad de un Estado que renuncia, sin más, a sus obligaciones tutelares fundamentales establecidas en esta y todas las cartas magnas
que se quiera.
Se trata de un atropello clasista y oligarca que el gobierno admite y acompaña. Al hacerlo, reniega de su carácter de Estado social, siempre insuficiente, y cuestiona su origen y supuesta vocación democrática. Los patrones llaman a la lucha de clases porque, al parecer, no están convencidos de irla ganando.