orría la segunda mitad de 1963 cuando en la Escuela Nacional de Antropología e Historia se impartió el curso de Introducción al Folclor. La Escuela compartía los espacios del viejo Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, ubicado en la emblemática calle de Moneda en el Centro Histórico de la ciudad de México. En esos espacios señoriales y en esos tiempos solidarios eran compañeros de banca y de ese curso Irene Vázquez, Arturo Warman, Vicente T. Mendoza y Gabriel Moedano, quienes, insuflados de la flama del interés allí despertado, unos meses después, ya en 1964, agavillado este cuarteto de amigos por el amor a la música mexicana, decidieron editar el disco Testimonio musical de México, que es, desde esa época, a un tiempo, la primera raíz de la Fonoteca Nacional del INAH y de la icónica serie de fonogramas que esa casa publica desde hace medio siglo.
Irene, Arturo, Vicente y Gabriel iniciaron una aventura impulsada con pasión. Ellos abrieron todas las puertas de nuestro corazón para escuchar la música de los pueblos de México. Han pasado 50 años. El privilegio lo vivió apenas un puñado de testigos que con los años creció y creció y continuó escuchando la conversación. Ante ellos se desplegaba y se sigue desplegando en todos sus meandros una devoción, casi una ceremonia. A las historias y grabaciones que se rememoran se encabalga el canto y la música montando con sabiduría ancestral el inmenso potro del tiempo que es su música. La luz iluminó la vida para siempre.
Hoy deseo recordar a esa generación y a esa idea seminal y confesar que escuchar el marcado con el número 6 de la serie, el titulado Sones de Veracruz, cambió mi vida para siempre. Yo me llamo Arcadio Hidalgo/ soy de nación campesino/ y por eso es mi canto fino/ potro sobre el que cabalgo. Sí, escuchar esta cuarteta de significados infinitos cambió mi vida. Hoy como ayer mi cuerpo se estremece y mi ser todo se conmueve al escucharla, ya no digamos al decirla o al intentar cantarla. Es una versada con tanta verdad, con tanta evocación de lo que es México en el tiempo, tan a escala de sus hombres y mujeres, que nadie puede quedar inmune a ella.
Muchos años después de haber sido oída por mí, conocí a Arcadio Hidalgo gracias a la generosidad del inmenso hombre que fue Cayetano Reyes. Don Arcadio fue el que me contó en aquella ocasión que la voz que dice sus versos es la de Antonio García de León, jaranero e historiador. Así también me contó tantas historias, como ríos, que mudo estuve escuchándolo, viviendo el privilegio de compartir un espacio de tiempo con un hombre monumento, con una tradición monumental.
Como monumental es el trabajo y la acción de los hombres y mujeres de la Fonoteca Nacional del INAH que durante medio siglo realiza su labor con pasión comprometida: sigue y sigue publicando discos –hoy son ya 60–, y hace crecer nuestra raíz regalándonos ocasiones para el baile, el rencuentro, la charla, la risa, el momento de compartir con la familia y los amigos, afectos, emociones y deseos.
En México existen muchos motivos para el rencuentro, la fiesta es uno de ellos y la música la metáfora más idónea para expresarla, pues incluye el baile, el canto, la comunidad, el verso, la pasión y el gozo. La música es uno de los géneros festivos de mayor raigambre. Se cultiva con vigor en todos los pueblos de todas las regiones. Su instrumentación es rica y diversa, sus repertorios abundantes y añejos, lo que nos habla de los mil y un pueblos y culturas que confluyeron antaño en su formación.
Gracias a la labor de la Fonoteca Nacional del INAH soñada por Irene Vázquez, Arturo Warman, Vicente T. Mendoza y Gabriel Moedano los silencios fueron domados. La fuerza de la tradición alcanza el mundo. Su espíritu se mantiene en las 18 mil sesiones de grabación que se conservan. Ellas se realizaron en el norte y el sur, el oriente y el occidente de nuestro territorio. Casi no existe terruño que haya quedado sin sonido o sin voz. Aquí están para el que quiera escuchar los acervos musicales creados por Thomas Stanford, Henrietta Yurchenco, Carl Lumholtz, Samuel Martí, Konrad Theodor Preuss, José Raúl Hellmer Pinkham y Jesús Jáuregui, además de las de sus cuatro creadores originales y también colecciones fonográficas de Antonio García de León, Raúl Villaseñor, Juan José Rivera Rojas y la Sociedad Mexicana de Musicología. Gracias a este vasto y perdurable repositorio se ha difundido nuestra música y hemos podido conocer lo mismo Corridos de la revolución o Corridos de la guerra cristera, Música indígena de los Altos de Chiapas que La banda de Tlayacapan, Soy el negro de la costa que Los doce pares de Francia, a Manuel Pérez Merino el cantor del Grijalva que ¡Arriba el Norte! o La danza de Cuanegros. El repertorio es infinito.
La solidaridad y la complicidad con la que se vivió hace 50 años para editar el primer fonograma se mantuvo y, al cabo de los años, se hizo cada vez más grande. La conservación abrió mil y un veredas. La Fonoteca Nacional del INAH es hoy una luz que ilumina los caminos. Ella nos basta para andar. Para celebrar.
Acompañados de los ancestros que nos enseñaron a cantar somos un pueblo que convive a brazo partido con el desierto y con la selva, la montaña y el llano. El sonido de las historias de la música es el río que fertiliza la vida. Es, a un tiempo, su raíz y su fronda. De tiempo inmemorial, los músicos son quienes la cultivan, son sus verdaderos sacerdotes, la sostienen. Con la tenacidad de la Fonoteca Nacional del INAH seguro persiste en todos los afluentes de la vida de México el caudal de historias de sus músicos. Ellos son los cultivadores del mundo. Cosechamos cuando los cantamos.
Twitter: @cesar_moheno