Martes 26 de agosto de 2014, p. 4
Cada vez que Hugo y José pronuncian la palabra mazapán, todo su ser cambia. Los ojos les brillan y una sonrisa ilumina sus rostros. El dulce es para ellos lo que el anillo es para Gollum, ese personaje famélico y encorvado de El señor de los anillos, la obra del escritor británico JRR Tolkien: el tesoro más preciado.
Hugo y José compartieron unos 10 años de sus vidas en el albergue La Gran Familia, en Zamora, Michoacán, que hasta julio pasado era dirigido por Rosa Verduzco, Mamá Rosa, una anciana de casi 80 años de edad. Ese mes, autoridades federales desmantelaron el lugar. Policías y soldados entraron un día, así nada más, y rescataron a unas 500 personas, la mayoría menores de edad que vivían en condiciones de maltrato y abuso.
Por más de una década, el par de muchachos –hoy son veinteañeros– vio en el mazapán la felicidad. Esa cosa redonda hecha con cacahuate era la droga favorita de todos. Chicos y grandes daban lo que fuera por un mazapán. Cambiaban los vales que Mamá Rosa les entregaba –producto de lo que las familias dejaban en dinero o lo que los chamacos ganaban por tocar en la orquesta de la mujer– por mazapanes. De cinco, 10 o 25 pesos eran los vales. Como en tienda de raya, los chicos podían intercambiar el papel valioso por productos para la higiene personal o dulces. Pero los mazapanes se cocían aparte. Abrir un mazapán era, quizá, el único momento de felicidad en La Gran Familia.
En diciembre, los mazapanes subían de valor. En ese mes, Mamá Rosa solía sacar a la venta al público todo lo que había decomisado durante el año a los familiares de los menores: paletas, chocolates, tamarindos, bombones... mazapanes. La especulación hacía que ese producto se cotizará a un precio elevado.
Al mismo tiempo, durante el año, los niños y jóvenes habían aprendido cómo obtener más vales para intercambiar: José, al que le dicen El Camotito, se había vuelto un prodigio en la flauta transversal y era parte de la orquesta que Mamá Rosa presumía a sus invitados; así, tenía paga segura en vales. Hugo, en cambio, no tenía las dotes artísticas y musicales de su amigo. Aprendió entonces a ser bueno para los trancazos. José también se hizo un as de los golpes. No había de otra. Era eso, o dejar que los más grandes los tundieran. Era la ley de la selva.
Ser bueno para las golpizas era sinónimo de chamba segura en el albergue. Bastaba que uno de los pendejillos
, dice Hugo al referirse a los que traían de bajada, lo vieran con él, para recibir a cambio una dotación de vales intercambiables por lo que fuera en el mercado negro de ese refugio.
En La Gran Familia, dice el par de jóvenes, todo se resolvía con extorsión. Era la forma de sobrevivencia, lo que hizo posible que muchos tuvieran teléfonos celulares, algunos pudieran ingresar mariguana y cajetillas de cigarros, unos más abrieran cuentas de Facebook y otros metieran a escondidas botellas de tequila y ron.
Diciembre era una verdadera bacanal en La Gran Familia. Los chicos se emborrachaban, fumaban, abrían las cajas de mazapanes y lo que se diera en el gran festejo de fin de año.