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A 30 años del entierro de Cortázar
F

ebrero de 1984, París helado bajo un sol radiante. Arturo Azuela toma un café conmigo en un bar de Montparnasse. El entierro de Julio Cortázar tendrá lugar dos días más tarde. Sé que Azuela, buen periodista, anda siempre en busca de inspiraciones que no le son otorgadas por los dioses, siempre injustos y caprichosos. Acaso agotaron sus dádivas a la familia en la persona de su abuelo, don Mariano. Sin pensar en las consecuencias, las cuales escapan siempre, como el agua, de entre los dedos, le hablo de la Crónica de un entierro anunciado, que tal vez no escribiré nunca, atrapada por el vértigo de los sueños donde deambulo insomne sin pasar al acto. Azuela, decidido a ganarme la apuesta, el scoop, la nota, qué sé yo, se precipita a confeccionar una crónica anticipada del entierro de Cortázar.

Pero las ceremonias no sucederían tal como las previmos durante nuestra plática y su artículo, ahora sí que anticipado, no podía reseñar lo picante del entierro de un Cronopio… cuando las famas se inmiscuyen. Habíamos imaginado todo, menos lo que sucedió, es decir, que la realización del sepelio quedara en manos de las enanas famitas, tan respetuosas de lo que ellas llaman los grandes de este mundo, ante quienes no se cansan de torcer la espina dorsal a base de genuflexiones cada vez más bajas. Qué se le va a hacer, las famas son famas y Cortázar no fue tierno con ellas. Tampoco voy a decir que se haya tratado de una venganza intencional. Las famas actuaron como famas, sin picardía ni humor, movidas por su inclinación a la solemnidad y la pompa. Sobre todo cuando se trata de pompas fúnebres, colmo de regocijo para las lágrimas de cocodrilo vertidas con impúdica profusión sobre el difunto, en un streeptease jubilatoriamente luctuoso.

La cita era en el cementerio de Montparnasse. El muy hermoso camposanto de la rive gauche donde pueden visitarse las tumbas de Baudelaire, Vallejo, Sartre, Beauvoir, Maupassant, Ionesco, Cioran, Larousse y tantos otros –o la de Porfirio Díaz, adonde algunos mexicanos nostálgicos siguen llevando flores. A pesar de lo melancólico que pueda ser un paseo en un cementerio, hay siempre un dejo de sereno regocijo en el diálogo con los muertos. Sentimientos no por contradictorios menos agradables al espíritu y al cuerpo en ese oasis de 19 hectáreas de jardines y sus mil 200 árboles. Aunque desde el siglo XVII era ya una necrópolis privada de los monjes de Saint-Jean-de Dieu, sólo a principios del XIX se convirtió en un cementerio público, la primera inhumación habiendo tenido lugar en 1824.

¿La hora de la cita? Recuerdo, no recuerdo. Debe haber sido hacia las 10 de la mañana. Al llegar a la entrada del cementerio vi unas 200, 300 personas. Dos clanes rivales se hacían frente, lado a lado de la carroza fúnebre. Sin dudar, me dirigí al formado alrededor de Ugné Karvélis. Después de todo, conocí a Cortázar con ella, viví sus desgarramientos y su ruptura, escuché sus confidencias. En cuanto a Aurora Bernárdez, la primera mujer de Julio, era, en todo caso para mí, una aparición venida de una época de Cortázar enterrada como una vida anterior. Conocía, sí, a Saúl Yurkievich, albacea testamentario del escritor, pero mis afinidades electivas eran con Ugné, una de las inteligencia más claras que he tenido la suerte de conocer en una mujer.

Pregunté qué pasaba, por qué no avanzaba el cortejo fúnebre. Qué esperábamos, a quién. Ugné no supo qué decirme. La sentí desprotegida, frágil como nunca. Me informé aquí y allá: esperaban la llegada de Jack Lang, entonces ministro de la Cultura, sin duda ocupado en alguna otra mundanidad más vistosa y televisiva que un entierro. Pasamos cerca de dos horas encerrados en ese bloque de espejos congelado cuyas agujas luminosas nos picoteaban la piel. Las famas habían tomado la batuta del ceremonial. Dejad a los muertos enterrar a los muertos. Julio sigue vivo jugando con otros cronopios, muerto, sí, pero de risa.