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Ver día anteriorJueves 11 de septiembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Hay alternativa?
L

a fiebre antiestatista que se apoderó del mundo capitalista al final del milenio cambió el significado de las palabras e introdujo una visión que glorificaba el mercado como epítome de la libertad. El derrumbe del Muro de Berlín, la caída de la Unión Soviética y el avance de la revolución neoliberal se entendieron como el fin de la historia, vale decir, como la clausura del conflicto como motor del cambio. Se aclimataron viejos conceptos con poderes evocadores, como el de sociedad civil, y el individuo, convertido en el ciudadano universal, adquirió la dimensión concreta del sujeto de la democracia. Orgullosos de su victoria, los vencedores advirtieron que más allá no quedaba alternativa en pie. Sin embargo, aunque la democratización obtuvo conquistas nada despreciables, la realidad se avino muy mal a los esquemas y pronto desmintió la visión bucólica de un futuro en paz sin grandes catástrofes sociales: la desigualdad marcó las nuevas relaciones globales y los conflictos estallaron bajo formas y expresiones inesperadas, convulsionando el mundo con guerras religiosas y violencia. El miedo y la incertidumbre se instalaron en la vida cotidiana.

La capacidad del sistema para atender y resolver los problemas planteados por su propio desarrollo alcanzó pronto límites insuperables o, por lo menos, contrarios a la veta más racional que en el pasado había impulsado la creación del estado de bienestar, hoy abandonado al deshuesadero de la globalización. La precarizacion del trabajo humano como condición para mantener al alza las ganancias se convirtió en un requisito para mantener el orden vigente, que profundiza sin resolver la crisis, como se comprueba al observar la situación europea o las cifras del hambre en las antiguas regiones coloniales, la imparable degradación de la calidad de vida ante la destrucción del medio ambiente no obstante la revolución científica y tecnológica.

Sin duda, en ese contradictorio proceso la democracia obtuvo logros que no se pueden subestimar, sobre todo en regiones como la nuestra, donde la historia está sellada por la herencia autoritaria. Incluso aquellos que antes negaban las virtudes de la democracia formal reconocieron sus errores y se lanzaron a conquistar parcelas de poder mediante las urnas. En algunos casos lograron incluso ganar gobiernos nacionales, desde los cuales poner a prueba con éxito desigual inéditos ensayos transformadores. Se consiguieron importantísimas reformas para extender los derechos de las mayorías y, en general, se hizo un notorio esfuerzo para mitigar la miseria y la discriminación. Pero, llegados a este punto, todos ellos probaron, por decirlo así, el lado oscuro de la democracia real. Si bien el avance electoral de las oposiciones fortaleció la reglas democráticas del juego, modificando la vida pública, los interesados también descubrieron, como bien anota Jordi Borja en un brillante artículo, que a los poderes fácticos conservadores no se les imponen los cambios sólo ni principalmente con leyes y decretos, razón por la cual muchos de ellos se adaptaron, se conformaron a promover pequeñas reformas que eran fácilmente absorbidas por el sistema y convirtieron la alternativa en alternancia.

En América Latina, señala Borja, se consiguieron avances transformadores en el tema de los derechos civiles, las libertades públicas, la reducción de la pobreza y algunas políticas sociales, pero sin intervenir en los procesos de acumulación de capital. Y si los beneficios del capital corren el riesgo de bajar, entonces deben aplicar las medidas que les imponen los poderes económicos. Así ha ocurrido en Brasil, Argentina y Perú. Bolivia y Ecuador viven procesos redemocratizadores interesantes y los gobiernos se apoyan en una sociedad movilizada, pero tampoco han podido domesticar a las fuerzas económicas internas y externas. Sin duda esa es la cuestión en torno a la cual gira hoy el problema de la alternativa, concebido como un planteamiento programático que, partiendo de la actualidad de la democracia, sea capaz de transformar el capitalismo. Para conseguirlo haría falta más que instalarse en las instituciones del Estado y punto, como le ha ocurrido a grandes partidos de la socialdemocracia. “Sí que se puede reprochar a los gobiernos locales que no hayan promovido, ni intentado, movilizar a la ciudadanía contra un modelo de Estado altamente centralizado en el que se ha enquistado una oligarquía política-burocrática y económica-mediática que de facto condiciona a los gobiernos nacionales y que se impone a los gobiernos locales”.

En el texto que he citado, el autor explora la posibilidad de cercar al Estado desde las ciudades, dándole al poder local un significado que no tiene en nuestros días. En rigor, dice Borja, no basta con ocupar las instituciones. Es necesario que exista previamente una sociedad política activa que empuje e irrumpa en las instituciones. Y parece que la única vía es empezar por las ciudades. Rodear el Estado a partir de las ciudades (Jordi Borja, Las ciudades rodean al Estado, Sin Permiso, 7/9/14).