l voto en el Congreso de las iniciativas de reforma que ha presentado el Ejecutivo en materia política, educativa, fiscal, energética, ha sido motivo de muchas fiestas para celebrar al Presidente. Muchos se refieren al extraordinario talento político
de Enrique Pena Nieto, a su habilidad, a su sabiduría, a su eficaz estrategia, a su astucia, a su colmillo. En fin, se le atribuye un amplio repertorio de cualidades y atributos para explicar los acuerdos con las fuerzas políticas más importantes, que le permitieron sacar adelante sus propuestas. Los más entusiastas coinciden en comparar este logro con los fallidos intentos de los presidentes anteriores, Vicente Fox y Felipe Calderón. Un ejercicio que sin lugar a dudas favorece a Pena Nieto, cuyo liderazgo político se ha visto agigantado por las reformas, antes incluso de que sepamos si van a traer los beneficios que nos prometen. Confieso que me cuesta mucho trabajo aceptar esta interpretación simplista de un proceso que, me parece, nos dice más de la sociedad y del sistema político que del Presidente.
Es tal el entusiasmo que ha desatado el presunto éxito del Presidente que me pregunto cuándo vamos a ver los primeros intentos de restauración del presidencialismo tal y como lo ejercían los priístas en el pasado. Esta empresa está, a mi manera de ver, condenada al fracaso y sería un error tratar de restablecerlo. Parecería fácil hacerlo porque no ha habido una reforma constitucional relativa a la Presidencia de la República; no obstante, el alcance de su autoridad se ha visto considerablemente limitado por los cambios en otras áreas del Estado y del gobierno. Nada más el fortalecimiento del Poder Legislativo le ha arrebatado trozos importantes de poder; también podríamos citar los límites al poder presidencial que le impusieron el proceso de descentralización y las políticas de liberalización económica. A pesar de todo esto, seguimos hablando del poder del Presidente como si nada hubiera cambiado desde 1982; hablamos del tema desde el lugar común, desde el cliché de la presidencia imperial que descalifica sin explicar.
¿Y qué tal si en lugar de mirar al Presidente volteamos los ojos hacia la sociedad? Es muy probable que encontremos que han cambiado actitudes y valores, y que el significado que el petróleo tenía para generaciones anteriores no lo tiene para las de hoy, mucho más familiarizadas con el mundo exterior y con los alcances de la globalización. De ser así, la relativa pasividad con la que amplios sectores de opinión recibieron la reforma energética no se explica por la intervención del Presidente, sino por la transformación del sistema de valores y creencias de la sociedad, un fenómeno que rebasa de lejos la autoridad presidencial. El mismo tipo de razonamiento podemos hacer en relación con el Poder Legislativo. No es que el Presidente haya dispuesto los acuerdos, sino que por fin los legisladores están haciendo su trabajo, que consiste en negociar los intereses diversos que representan y concluir acuerdos.
El régimen sigue siendo presidencialista, porque así lo establece la Constitución; sin embargo, cada presidente ha ejercido el poder de manera personalizada –como ocurre en todo régimen de este tipo–, y le ha impuesto a la institución la muesca de su paso por ahí. Sin embargo, el nuevo presidencialismo
que desarrolla Enrique Pena Nieto tiene mucho más que los rasgos de su personalidad, porque ha sido transformado por amplias y ambiciosas reformas electorales, administrativas y económicas que han cambiado a la institución. Hay que ver la variedad de papeles que desempeña, y que no siempre son ejecutivos. A veces parecería que el Presidente es solamente jefe de Estado, y que le tocan funciones de carácter ceremonial; en ocasiones, el Presidente actúa como si fuera el portavoz del gobierno. En otros casos, el jefe del Ejecutivo parecería concentrarse en promover la presencia de México en el extranjero, mientras sus subordinados cuidan la administración y los asuntos cotidianos que no le corresponden al jefe de Estado. Más que un nuevo presidencialismo, estamos presenciando la transición del presidencialismo autoritario hacia una fórmula que no será necesariamente más democrática. Será una fórmula adecuada a los cambios tecnológicos en la comunicación, a la evolución de los demás actores políticos y de la cultura política de una sociedad en proceso de cambio ella misma.
La presidencia de Enrique Pena Nieto lleva el sello de su época, en particular de las redes sociales, que le permiten mantener una supuesta comunicación con los ciudadanos, que además es informal, ajena a los almidones y las rigideces de las formas tradicionales de comunicación; pero esto no asegura que nos entendamos mejor.