n estos días despejados, una de las vistas más bellas de la ciudad y de las montañas que la rodean, incluyendo los majestuosos volcanes, se aprecia desde las terrazas del Castillo de Chapultepec. La ubicación privilegiada de esta formación geológica de origen volcánico, en medio de un bosque, propició el asentamiento de numerosos pueblos prehispánicos. El lugar se nombró Chapultepec, que en náhuatl significa cerro de los chapulines. Durante el reinado de Moctezuma I, a mediados del siglo XV, el señor de Texcoco, Nezahualcóyotl, construyó un acueducto que llevaba el agua de los manantiales de Chapultepec a Tenochtitlan.
Antiguas crónicas relatan que después de la conquista se estableció un coto de caza para los virreyes y el templo prehispánico en lo alto del cerro se sustituyó por una capilla. En 1784 el virrey Matías de Gálvez inició la construcción de una casa de descanso que tomó el aspecto de fortaleza y quedó inacabada. En 1792 el virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla lo destinó a albergar el Archivo General del Reino de la Nueva España.
A partir de entonces tuvo diferentes usos, entre otros, el de Colegio Militar. Allí se escenificó, durante la invasión estadunidense de 1847, el feroz ataque contra las magras fuerzas que defendían el bastión, entre otros, 200 jóvenes cadetes –casi niños– que perecieron peleando valerosamente.
En 1864 Maximiliano suprimió el Colegio Militar y remodeló el Castillo para que fuera su residencia. En el alcázar instaló las habitaciones, le construyó terrazas y para llegar con facilidad, esa bella avenida que ahora llamamos Paseo de la Reforma. Al triunfo de la República, lo ocupó el presidente Sebastián Lerdo de Tejada y después llegó Porfirio Díaz con su aristócrata esposa Carmelita, a realizar innumerables modificaciones. Tras la familia Díaz, ocuparon el recinto por temporadas breves: Francisco I. Madero, Abelardo L. Rodríguez y Emilio Portes Gil; fue a partir de la presidencia del general Lázaro Cárdenas que el Castillo se convirtió en museo y Los Pinos la residencia oficial del presidente.
En 1939 se emitió un decreto que lo declaró patrimonio nacional. A mediados de los años 40 se estableció ahí el Museo Nacional de Historia, con un acervo que provenía mayormente del Museo Nacional, que se encontraba ubicado en la calle de Moneda, en el Centro Histórico.
Hace unos años se realizó una restructuración del inmueble y se aprovechó para renovar la museografía; el resultado es magnífico. Se muestran 65 mil piezas de un gran valor histórico y cultural. Hay mobiliario virreinal, utensilios, trajes, monedas, manuscritos, esculturas en barro, marfil y plata, así como un sinnúmero de piezas de arte e históricas, que juntas evocan los momentos en que se forjó el destino de nuestro país.
Hay obras excepcionales de José Clemente Orozco, Juan O’Gorman y David Alfaro Siqueiros, entre otros artistas destacados. Alberga también muebles y artículos de uso personal de distintos héroes de la Independencia y de la Revolución. Una parte deliciosa es la representación de 12 habitaciones, que fueron ocupadas por igual cantidad de personajes importantes en la vida política de México, como el emperador Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota.
Se puede ver el elegante comedor puesto con mantel, vajilla y copas, la hermosa recámara de la emperatriz con sus muebles y fina ropa de cama, el baño con sus toallas bordadas, la cama del emperador e inumerables detalles personales, que nos permiten penetrar a su intimidad.
Este ambiente afrancesado nos inspiró el antojo por comida de ese país. El mejor lugar sin duda es Arturo’s, en su sencilla y acogedora casa situada en la calle de Cuernavaca 68, en la Condesa. De entrada lo recibe el dueño Arturo Cervantes con una cálida sonrisa. Se puede saborear auténtica comida francesa, con clásicos como la sopa de cebolla, el confit de pato, el filete de res a la pimienta con papitas crujientes y la trucha almendrada. De postre el parfait de café, inigualable.