uando el presidente Luis Echeverría dio un golpe de mano contra el diario más antiguo de México, Excélsior, y lo sometió al gobierno del PRI, los mejores periodistas del mismo y muchos de los más importantes intelectuales y artistas de México, así como los simpatizantes de la izquierda del partido de gobierno, decidieron con valentía plantarse contra esa medida y crear medios alternativos a los progubernamentales. Así nació Uno más Uno, dirigido por Manuel Becerra Acosta, con el apoyo de destacados periodistas como Carlos Payán, Miguel Ángel Granados Chapa, Carmen Lira Saade (secretaria general del sindicato y destacada corresponsal en Centroamérica en guerra, y en Washington) y, como director del suplemento cultural, Fernando Benítez. El periódico renovó el periodismo mexicano con su formato tabloide y el uso amplio de fotografías de gran calidad, y se apoyó en la nutrida diáspora latinoamericana de esos años de fuego. De ese modo tuve el privilegio y el honor de ser su primer corresponsal en Europa y, desde 1979, uno de sus editorialistas.
Pocos años después los gobiernos sucesivos se apoderaron del diario y un grupo de audaces y valientes periodistas, encabezados por Payán y Carmen Lira, con el apoyo de lo mejor de la intelectualidad mexicana y latinoamericana, emprendieron la empresa casi imposible de hacer nacer un gran diario con medios precarios apoyándose en el esfuerzo colectivo y, sobre todo, contando con la solidaridad de los donantes, accionistas y lectores potenciales y con la inteligencia y el sostén de éstos.
Surgió así algo único y magnífico, un diario sin patrones que es mucho más que un órgano de información en la vida política y social de México y de América Latina. La Jornada, dirigida primeramente por Payán y, desde hace años, por Carmen Lira, cumple, en efecto, varios papeles.
Es sin duda alguna el mejor diario de México y de América Latina y ha conquistado respeto e influencia política y cultural en la prensa mundial. Al mismo tiempo es un foro de la izquierda democrática mexicana y latinoamericana en el que, lado a lado, exponen sus opiniones en un ambiente de respeto liberales de izquierda, nacionalistas socializantes, nacionalistas antimperialistas, ecologistas de todo tipo, defensores de los derechos humanos, laborales, de los indígenas, de las mujeres, luchadores sociales y sindicalistas democráticos y, lo que es muy raro, hasta socialistas internacionalistas como yo. En ese foro se confrontan todas las ideas, se sopesan todas las experiencias, aplicando diferentes metodologías y enfoques, y los lectores juzgan y opinan por sí mismos. En un país habituado al autoritarismo, a la falta de democracia, la intolerancia y la hipocresía del lenguaje político o a remplazar los argumentos con insultos o mediante el ninguneo, La Jornada es también una escuela de democracia.
Al mismo tiempo, ante la falta de un partido de izquierda real que se preocupe por algo más que la ampliación de su participación en las instituciones estatales que están al servicio de la oligarquía y las trasnacionales que colonizan México, este diario peculiar cumple en parte la función de partido, de creador de una corriente de opinión organizada, al informar sobre los movimientos sociales (rebelión zapatista en Chiapas en 1994, autorganización popular durante el terremoto de 1985, protesta masiva contra el fraude en 1988, la huelga universitaria y los movimientos campesinos, la lucha contra el fraude en 2006 y 2012, la resistencia a las matanzas durante el gobierno de Felipe Calderón, la liquidación de las huellas sociales de la Revolución Mexicana y la entrega de los recursos nacionales al capital extranjero, las autodefensas en Guerrero y Michoacán) y al seguir con atención –cosa rarísima en la prensa latinoamericana– los grandes acontecimientos internacionales y presentar, con mayor o menor acierto, lo que sucede en los países de nuestro continente que, para la prensa comercial, no son noticia
(Cuba, Venezuela, Brasil, Bolivia, Argentina). Esta tarea de formación política cotidiana chocó naturalmente en varias ocasiones contra los sectarios de todo tipo, que no admiten discusiones o propuestas diferentes, y La Jornada lamenta por eso el asesinato de dos trabajadores, varios atentados, así como críticas sin fundamento y descalificaciones de diversos grupos de una más que dudosa ultraizquierda y hasta del neozapatismo chiapaneco.
En un país donde el feminicidio y la violencia y la discriminación contra la mujer son algo cotidiano y una peste que afecta a todas las clases sociales, La Jornada está dirigida por Carmen Lira, una mujer brillante, creativa, de mentalidad abierta y democrática y de inusitada capacidad y valentía, que con su ejemplo mismo demuestra lo que podrían hacer las mujeres de México liberándose de la doble opresión del patriarcalismo y de los efectos del capitalismo sobre los varones y sobre ellas mismas.
En México, donde los trabajadores cada día cuentan menos, los jornaleros
tienen en cambio un sindicato eficaz, dignidad y relaciones de igualdad con los otros trabajadores que ocupan puestos de dirección en el periódico. La Jornada predica democracia sindical con el ejemplo, y por eso pertenecer a la plantilla del diario es motivo de orgullo, además de un certificado de calidad periodística.
Con sus primeros 30 años, nuestro diario –nuestro de los mexicanos y no sólo de quienes en él trabajamos sin traba alguna y con plena libertad– es aún joven, pero ya está firme y encarrilado, a pesar de la crisis económica que castiga mundialmente a toda la prensa gráfica. Su versión en Internet es ampliamente consultada a escala mundial en igual medida que los grandes diarios como Le Monde o el español El País, que surgieron después del derrumbe del nazifascismo o del franquismo, pero a diferencia de ellos, mantiene su ímpetu y sus posiciones originales. Por eso soy un orgulloso jornalero.