Sábado 18 de octubre de 2014, p. a16
Cuando la música escapa de los cánones establecidos y vuela, sueña, se evapora, el escucha suele reaccionar solamente de dos maneras: o se desconcierta y huye o se conecta con el vuelo.
Cuando la música no tiene nombre y no puede atarse a ningún asidero y no cabe en ningún compartimento estanco ni puede asociarse a nada de lo hasta entonces conocido, el escucha suele reaccionar solamente de dos maneras: o le busca nombre o simplemente se vuelve anónimo, inasible, innombrable, como esa música tan única.
Cuando la música atrapa, engulle, acaricia, extasia, el escucha es solamente sí mismo. No tiene tiempo ni siquiera de reaccionar. Ya forma parte de esa música.
Es el caso del milagro, magia, epifanía, términos más cercanos que el vocablo música
, que hace Alim Qasimov, el gran maestro de maestros del arte sonoro de toda el Asia Central.
Existen términos, claves, designios, maneras de nombrar, pero se trata tan sólo de símbolos semafóricos, rutas de navegación, bitácoras de vuelo. Porque en cuanto el canto emprende vuelo, todo pierde peso, nombre, dueño.
El término central aquí es la palabra mugham
, que sirve para designar a la música espiritual de Azerbaiyán y consiste en secuencias largas, o suites, conformadas por altibajos, subibajas, espirales, torbellinos, ráfagas, cascadas, relámpagos de emociones, pasiones, estados del alma.
Eso, estados del alma. Lo que escuchamos en la voz de Alim Qasimov no son otra cosa sino estados del alma.
El propio Qasimov lo confirma e inclusive existe un término que designa esa técnica: hal, o estado del alma. Un término por cierto muy ligado al sufismo. Y es que mucho tiene de derviche la técnica vocal e instrumental de Qasimov con su hija, Fargana y su conjunto de músicos armados de daf, el tambor delgado y vertical que él y su hija enarbolan, Balaban, que es un oboe cilíndrico y antiguo, muy antiguo; Naghara, un tambor cilíndrico hecho para ser tocado con las manos, lo cual no es tautología, porque hay tambores que nacieron para ser tocados con baquetas; también arman a los músicos kamanchas, bellísimos instrumentos de cuerda antiguos también, muy pero muy antiguos y su congénere el tar.
Pero quedamos en que la música que cantan Alim y Fargana no tiene nombre ni fecha en el calendario. Lo suyo pertenece al cosmos, a la capacidad de estar aquí y estar muy lejos, al mismo tiempo, la habilidad de transportarse con tan sólo cerrar los ojos y entonar un canto que viaja en un instante a los confines del tiempo, al territorio del todo, es decir de la nada. Al infinito. A la eternidad.
Esa labor de místicos es similar a la danza de los derviches, que giran y giran sobre el piso de manera circular con el propósito de elevarse y formar un berbiquín, esa herramienta que utilizan los carpinteros para hacer orificios circulares en las maderas. Así los derviches danzan en círculos hasta horadar el cielo y abrir así un portal dimensional y entablar contacto con lo divino.
Eso, entablar contacto con la divinidad. En eso consiste el canto de Alim y Fargana Qasimov.
Música espiritual. Por eso no tiene nombre. No son canciones aunque canten los intérpretes. No son baladas, por favor. No se trata de alguna música que haya alguien escuchado antes. Una aproximación sí existe: el arte de Nusrath Fateh Ali Khan (http://goo.gl/11A08X).
La de Alim Qasimov es, en cambio, una música torrente, dotada de estructuras complejas, muy complejas, densidades polifónicas, aperturas y deslizamientos tonales, alturas estratosféricas en notas volátiles.
Sus notas son curvilíneas, fluorescentes, hirsutas, mercuriales, cercanas al canto armónico, que consiste en emitir varias líneas melódicas al mismo tiempo. La música de Alim Qasimov nos hace entablar contacto con la divinidad.
Una música que armoniza los estados del alma.
Una música inefable. Un milagro. Una forma de meditación. Un cosmos.
(Alim Qasimov se presenta este domingo en el Templo de la Valenciana, en la ciudad de Guanajuato, como parte estelar del Festival Internacional Cervantino. También se presentará este lunes 20, a las 20:30 horas, en el Teatro de la Ciudad, en el Distrito Federal y luego en Mérida y en Guadalajara. Aiquir.)