a pasado casi un mes de la matanza de Iguala y aún no sabemos qué y por qué ocurrieron los hechos. Para vergüenza del estado de derecho
, los 43 estudiantes secuestrados por la policía municipal y luego entregados a las bandas delincuenciales que dominan y asuelan esa región no aparecen y las investigaciones tampoco arrojan luz sobre su posible paradero. La ineptitud de las instituciones federales y estatales para dar con las víctimas es desmoralizante, pues subraya la crisis no resuelta que afecta tanto a la sociedad como al régimen. Todas las soluciones
políticas están destinadas al fracaso mientras no se informe con veracidad sobre el destino de los normalistas. Es increíble que a estas alturas existan dudas acerca de si los 28 cadáveres hallados en las primeras fosas pertenecen o no a los jóvenes detenidos por la policía municipal, cuando al principio la autoridad dijo que su localización se debía a la confesión de varios miembros de Guerreros Unidos que los llevaron a ese lugar. Luego, sin mediar una verdadera explicación, se rechazó esa versión sin que la autoridad informara a quién pertenecían los cuerpos calcinados. Mientras, con toda razón, la comunidad de Ayotzinapa insistió en su consigna: Vivos se los llevaron, vivos los queremos
.
Así, la realidad estalla sobre el discurso que intenta vender una imagen del futuro sin asumir las desgracias seculares: es el país invisible que no muere porque se le estigmatice ocupando su lugar en esta narrativa de violencia, desigualdad, usos y costumbres del poder caciquil reciclado bajo formas democráticas.
En ese país el mundo electoral aparece como un juego de azar en el que gana el que más tiene, destruyendo la oportunidad liberadora que las urnas ofrecen al ciudadano. Allí los partidos olvidan sus razones de ser y se mimetizan para alcanzar los máximos beneficios con la menor inversión. El mal no está en la organización política sino en lo que se ha convertido ante amplios segmentos de la ciudadanía: son maquinarias para el reparto de poder; fuentes de empleo, creadores de clientelas sin ideología comprobable, dispuestas a votar por quien sea a cambio de ayudas
para nada desechables en tiempos oscuros. Los jefes políticos alquilan puestos a los ambiciosos locales que, como Abarca en Iguala, ya son parte del poder paralelo del narcotráfico, amo y señor de amplias zonas del estado. Nadie rinde cuentas ni tampoco se informa a la ciudadanía con claridad. Y el vacío da rienda suelta a las especulaciones.
Pero sobre todo está el dolor, el horror viscoso que se apodera del aire pero no paraliza a los agraviados directos por los hechos: las familias de las víctimas, las comunidades a las que pertenecen y, desde luego, los estudiantes de Ayotzinapa que son el objeto del odio, como el que se cebó en la persona de Julio César Mondragón, desollado vivo como feroz escarmiento para los que se atrevan. ¿Qué clase de policía, qué clase de persona, puede hacer algo así?, dice uno de los dirigentes de la normal a Arturo Cano en una de sus crónicas. El horror no cede, se agiganta y lo envuelve todo, devolviendo a las palabras infierno
y demonios
un sentido cotidiano, descriptivo de lo que es México, más allá de la pirotecnia tranquilizadora promovida por las cúpulas del poder.
La protesta exige la devolución con vida de los normalistas, pero la esperanza se diluye al paso del tiempo. La incertidumbre es terrible, sin duda, pues la desaparición forzosa pretende borrar todo rastro de aquellos que han de ser eliminados. Esa es la práctica habitual de los grupos de los cárteles de la droga, pero hay que decir que no fueron ellos quienes inventaron la guerra sucia, una de cuyas peores formas se adivina tras la colisión, o simbiosis, de la autoridad y los cuerpos de seguridad y la delincuencia trasformados en instrumento de represión contra cualquier disidencia que amenace a la casta
encaramada en el poder. Esa violencia sin sentido que hace de las bandas criminales una herramienta del terrorismo de Estado
recuerda el odio a la vida de los primitivos escuadrones fascistas.
Sin duda vivimos un momento difícil que exigirá inteligencia de todos los actores, pasión, pero también una mirada racional que permita vislumbrar salidas, avances a pesar de la tragedia. Que la legalidad no se cumpla no hace innecesaria la ley y los primeros en reclamarla son las víctimas, los más débiles y expuestos a la arbitrariedad.