eer ha sido una de mis actividades favoritas, quizá la preferida.
Desde mi adolescencia leí novelas de folletín, las de Alejandro Dumas o Ponson du Terrail, novelas de aventuras como las de Julio Verne o las de Joseph Conrad a quienes vuelvo muy a menudo. También leía a Tolstoi y Dostoievski, a Gogol y a Chéjov o Nabokov, o a muchos escritores estadunidenses como Dos Passos, Steinbeck, Faulkner, Dreiser, o a otros escritores de la primera mitad del siglo XX: Mann, Martin du Gard, Roland, Roth, Schulz, obviamente Kafka. O del siglo XIX, por ejemplo, Jane Austen, las Brontë o Dickens, Stendhal, Flaubert, Barbey d’Aurevilly, Constant. Hay otros autores que se van abandonando con el tiempo, Hermann Hesse, por ejemplo.
Toda mi vida he leído a Jorge Luis Borges; no podía escribir si no tenía al lado un libro suyo. Me gustaba asustarme leyendo El gato negro o La caída de la Casa de Usher, Berenice o Ligeia, de Edgar Allan Poe, o el Drácula de Bram Stoker.
Roland Barthes sigue siendo muy importante para mí y, claro, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, mi libro de cabecera: cuando tenía yo un problema era como leer la Biblia: buscaba en el sumario de mi edición de la Pléyade ¿Qué le dijo la abuelita? ¿Lo habrá visitado su madre esa noche? ¿Cómo se vestían la duquesa de Guermantes, Odette y la Verdurin? Recordaba las disputas sobre Wagner o sobre Dreyfus, su amor por Gilberte o Albertine, me intrigaba Charlus...
Últimamente leo sobre todo a W.G. Sebald, a Lydia Davis, a David Markson. A Georges Perec lo leí desde que publicó Las cosas, así como a Foucault; supe de ellos gracias al Nouvel Observateur, al que estaba yo suscrita en la década de los 60.
La novela policiaca ha sido otra de mis grandes pasiones: Wilkie Collins, amigo de Dickens y uno de los primeros grandes novelistas policiales ingleses, cuyos libros La piedra lunar y La mujer de blanco Borges apreciaba especialmente, él quien con Bioy Casares editó en Buenos Aires la colección El séptimo círculo, la misma que don Alfonso Reyes tenía completa en su biblioteca de la hoy Capilla alfonsina.
En este género, Georges Simenon es mi favorito, no sólo por su escritura, sino por su vida; veo con fervor las series televisivas en donde se recrean sus obras, sobre todo las que se refieren al comisario Maigret. Cuando las veo resucito el mundo que viví cuando estudiante, el París de los años 50; me fascina ver en esas series una reproducción casi perfecta de las calles, los restaurantes, las bebidas, los bistrots, la forma de vestir de la gente, su manera de caminar y ver cómo jugaban los niños en la calle (ahora que ya casi no hay niños jugando en las calles).
Algo parecido me sucedió recientemente cuando vi en Bellas Artes la exposición del fotógrafo francés Robert Doisneau: fotografiaba el París en el que viví. Un París muy oscuro, precario, ennegrecido por la mugre y por el tiempo, y donde la gente se transportaba en un Metro repleto y maloliente, o se subía a esos autobuses con su plataforma, semejantes a un balcón desde podía admirarse la ciudad, el Sena y sus clochards, Nôtre Dame y el Louvre. Circulaban por las calles los Citroën, vehículos parecidos a latas de sardinas. La gente se vestía a menudo de negro y había una consciencia política muy intensa. Era cotidiana la posibilidad de encontrarse con Marcel Camus, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir en el Deux Magots, como si fueran gente común y corriente. Iba yo también al College de France y oía a gente extraordinaria, a Marcel Bataillon, Lévi Strauss o Martín Buber. Vi muchas películas clásicas en el Champolliom que sigue allí exhibiendo eternamente las mismas películas. Gocé del Teatro del Absurdo con Beckett e Ionesco, y acudí a las funciones del Théatre National Populaire con Gérard Philippe y Jean Vilard.
Ese periodo tan fundamental de mi vida lo recreo leyendo a Simenon o viendo a Bruno Cremer representando a Maigret, ese impasible y masivo personaje.
Twitter: @margo_glantz