aya pregunta la que hizo el hombre a su esposa, sentada en la iglesia con uno de sus niños sobre sus piernas el día en que llegaron a aquel pueblo desolado de Luvina. Hoy, el mismo cuestionamiento resuena de nuevo tan fuerte como entonces con lo ocurrido en Tlatlaya e Iguala y, también, en Guanajuato.
Ya se ha dicho bastante, y habrá que insistir todavía mucho más, sobre la fractura que se exhibe de manera persistente en el país, donde conviven un ansia de modernidad impuesta desde arriba pero que no cuaja, con el continuo atraso social y económico de una gran parte de la población.
La aspiración de ser modernos, y los medios con la que esa condición se pretende alcanzar, chocan una y otra vez con la terca realidad de una sociedad enormemente desigual e intolerante. Las políticas económicas han fallado, creando sólo islotes de desarrollo. La política social ha fallado, creando clientelas por un lado y, del otro, un océano de marginación. El orden institucional ha fallado y la constante que define este entorno es que aquí la ley no impera y la impunidad es rampante.
Las reformas económicas, desde las que estuvieron asociadas con la apertura de los mercados hasta la liberalización del comercio aplicadas ya durante 30 años, hasta el abanico de las realizadas recientemente no han tenido un correlato con la esclerosis que padece el ejercicio del poder. Y en esto bien podemos dejar de lado por ahora las sutilezas y los determinismos teóricos e ideológicos, el caso es que no hay compatibilidad entre uno y otro de estos fenómenos; los procesos no coinciden sino que terminan por contraponerse. Y la evidencia indica que seguirán haciéndolo.
Todas las naciones tienen fracturas. El carácter, la localización y la magnitud de las mismas, así como la forma en la que se enfrentan los conflictos que surgen constantemente marcan la calidad de vida de sus habitantes.
Así se definen la política y los espacios de la participación abiertos a los ciudadanos. Ese es el campo de la organización y el control que se impone desde el Estado. Pero también es el campo de las libertades en un sentido amplio y creativo, que va más allá de lo que está codificado.
El resquebrajamiento de México asociado con un crónico lento crecimiento productivo y del empleo, la inequidad reinante y la violencia e inseguridad exacerbadas es de una enorme hondura. El arreglo esencial que representa el orden legal y la rendición general de cuentas es aquí un asunto maleable y de conveniencia.
Hoy nadie puede tener dudas al respecto. Lo que ha pasado desde mediados de septiembre en diversas partes del país (y eso es lo que se sabe y de lo que se habla) no admite desviaciones. Lo que está ocurriendo representa una severa crisis política que ningún éxito económico –y menos aún uno que no se ha realizado efectivamente– puede esconder. Reforma tras reforma económica, sumados a los arreglos a modo del sistema político, a la obsolescencia de los partidos y a las grandes limitaciones del funcionamiento democrático así lo indican.
La pobreza no se abate, más de la mitad de la economía opera en la informalidad, las condiciones de la ocupación, la atención a la salud o la educación de la gente es más precaria y el ingreso insuficiente. La disparidad económica crece y las diferencias sociales se acentúan. La productividad no aumenta y la abundancia de tiendas Walmart no cambia la situación.
El país es cada vez más inseguro y violento. Una estrategia tras otra de combate a la llamada delincuencia organizada, incluida la absurda guerra declarada contra el narcotráfico en el sexenio anterior, no han conseguido abatir el dominio de los cárteles y su penetración en el sistema político. El caso de Michoacán ya lo había mostrado, ahora en Iguala es rotundo. El resultado es literalmente mortal. ¿Y nadie lo sabía hasta que se perpetró la matanza y la desaparición de los normalistas?
El liderazgo político en el país, en todas sus vertientes, se ha dado un terrible frentazo. La aplicación de la justicia se vuelve una entelequia. El aparato legislativo tan disciplinado como ha sido en materia de las abundantes reformas que ha aprobado, es un ente vacío en el campo de la seguridad de los ciudadanos y en el deterioro del bienestar de una gran mayoría de la población.
El sistema democrático se muestra como el rey que no lleva ropa, con partidos políticos que se apropian sin recato alguno de los espacios de poder y de los recursos económicos sin una propuesta programática y revisable. De ideologías parece inútil hablar siquiera, todos convergen en lo mismo. El 7 de junio del año entrante estamos convocados para votar por gobernadores, ayuntamientos y diputados federales. Hay que preguntarse sobre el significado de cada uno de esos votos, no es una tarea sencilla. Los ciudadanos tenemos enfrente un serio dilema.
La pregunta de Rulfo que da título a esta nota hace de la literatura una forma veraz de historia. El profesor le dice a los habitantes de Luvina que busquen la asistencia del gobierno para irse a otra parte. Ni siquiera preguntan a dónde podrían irse. Le responden que él no conoce al gobierno. El profe admite que tienen razón: El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe
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