n el enredo que se volvió el más reciente episodio de la guerra contra el terrorismo
, finalmente las naciones islámicas se suben al escenario para darle coherencia a la acción. Turquía, Siria, Irak, Irán, Arabia, Jordania, Líbano, Bahréin se unen para bajar al enemigo extremista del proscenio que por mucho tiempo ha despedazado la zona y teñido una noble religión.
Pregunta: ¿por qué Al Qaeda pudo influir sobre grupos radicales en Nigeria, Malí, Afganistán, pasando por Chechenia, Uganda e India? Respuesta: porque tomó el estandarte del Islam, en su versión más equívoca, para cubrir un vasto territorio con su destructiva ideología.
Occidente ha fracasado en su guerra contra este terrorismo
. No entiende alianzas si no son exclusivamente entre estados-nación. Medio Oriente tiene conceptos políticos diferentes, encontrados en su pasado. Vayamos a esas historias:
El concepto de Estado-nación se concibió en el Tratado de Westfalia en 1648. Cientos de pueblos europeos, con los brazos cansados de matar, decidieron sentarse en campo neutral y dialogar en paz: Westfalia. En Europa –región pequeña, con escasos recursos y vastamente poblada– era difícil dar dos pasos sin encontrar un hombre con costumbres y lengua diferentes que quería cortarte la cabeza. Por ello, la paz de Westfalia logró que más de 190 pueblos delinearan claramente sus territorios bajo conceptos de soberanía y respeto fronterizo. Y así, por los siglos de los siglos.
Los musulmanes, en cambio, acostumbrados a desplazarse por vastas regiones desérticas e inhóspitas, no vieron la necesidad de encarcelarse en territorios imaginarios. De hecho, ellos buscaban movilidad e intercambio.
Antes de ser musulmanes, los árabes conectaron a Europa y China con la ruta de la seda y a África y Europa con la ruta del oro. Eran los comerciantes del mundo. Llegó Mahoma y, para convertir a miles de un garrotazo, invadió La Meca –el centro comercial por excelencia de la región–. Árabes llegaban a La Meca, musulmanes salían de La Meca. Era la alquimia espiritual perfecta. El Islam se esparció como la religión del comercio, útil para que el musulmán de Malí se relacionara con el musulmán de Pakistán. Y por el resto de los siglos, el vasto pueblo del Islam no se identificó necesariamente con un pedazo de tierra. Su identidad, ayer como hoy, yace en la religión. Esta identidad abstracta fue la que Al Qaeda, retorcidamente, explotó.
A finales del siglo XIX, Europa se industrializó y, dominante, impuso su visión en el mundo: configuró estados-nación por donde fuera que el plumón se dejara. Por ejemplo, Winston Churchill se jacta de cómo, un domingo en El Cairo después de un almuerzo particularmente cargado de whisky, trazó el borde de Jordania con Arabia Saudita: un zigzag temblorosamente ebrio, con hipo incluido.
Hoy, el Estado Islámico presenta un problema interesante. Si bien cualquiera puede dibujar líneas en un mapa, por qué no ellos. Al fin, desde la perspectiva de Dios o Alá o el whisky, todos vivimos dentro de una canica azul.
Ante esta propuesta, los pueblos y naciones islámicos se tienden las manos para combatir. En su asociación respira una oportunidad –fuera de las manos occidentales– para aplacar el problema del extremismo y, a la vez, potenciar la región. Pero aquí viene el truco, ¿qué haría un Islam unido con Israel? No, corrección, más bien, ¿cómo actuaría Israel en medio de un Islam unido? El telón pronto se levantará.
* Sociólogo