yotzinapa es un eslabón más de una larga cadena de hechos que tienen sumido en la tragedia y la desgracia al país. No podemos limitar nuestra indignación contra un grupo de desalmados delincuentes o de unos gobernantes amafiados con el crimen organizado. Estos dolorosos acontecimientos se vinculan con los que día a día surgen en otras regiones del país, involucrando a campesinos, indígenas, migrantes, jóvenes, mujeres y población del campo y la ciudad. Sólo con un cambio urgente en políticas e instituciones se podrá orientar el país hacia otro rumbo.
En los múltiples diagnósticos y análisis que se hacen respecto de la situación de violencia e inseguridad que priva en México, aparecen como común denominador cuatro factores, que se retroalimentan y explican en buena medida la situación que vivimos: la pobreza, la corrupción, la impunidad y la opacidad. ¡Cuatro plagas!
La pobreza, producto de la enorme desigualdad arraigada en nuestra nación, es sin duda la madre de todos los males, pues genera indefensión, destrucción del orden normativo y del tejido social; en esta condición, es imposible que progresen las políticas sociales, ambientales, o que mejore sensiblemente la calidad educativa. El punto es que la pobreza en la que se encuentra la mayor parte de la población no deviene de que la gente no quiera trabajar o que los jóvenes se resistan a acudir a las escuelas, tampoco que nuestro país sea inviable por su condición geográfica, menos aún que se trate de un hecho natural. La causa está en un modelo de concentración del poder económico y político por parte de un sector que defiende a capa y espada sus privilegios y que influye en las políticas gubernamentales para conservarlos. Esto se puede observar en ejemplos recientes: a sabiendas de la gran importancia que tienen la radio y la televisión para la educación, la cultura y la comunicación, y existiendo la posibilidad de asignar su explotación a sectores de la sociedad y a comunidades marginadas, se optó por rematarlas al mejor postor, lo cual favorece la concentración e incrementa los efectos perniciosos de los medios de comunicación que actualmente padecemos.
En el tema del salario mínimo, habiéndose hecho la presentación en las cámaras legislativas de la iniciativa de ley para desvincularlo de otros factores que lo condicionan, lo que constituía el argumento central del gobierno y de los empresarios en contra del incremento, hoy se congela esa reforma legal y se pretende imponer nuevamente un minisalario de pobreza, prueba de ello es la burla del 3.4 por ciento de incremento salarial impuesto ayer en la UNAM con la clara intención de extenderlo en el resto del país. Por lo visto los datos duros que se han acreditado contra la miseria salarial artificialmente impuesta han sido letra muerta, condenando a los hombres y mujeres que trabajan a la informalidad o a la migración.
La corrupción y la impunidad van de la mano; se han convertido en la imagen de nuestro país en el mundo entero. Éstas se reproducen en todos los espacios, lo vemos en las historias y denuncias que aparecen en los diarios, de funcionarios, empresarios o corporaciones poderosas que siempre terminan sin verse afectados por su indebida conducta. Es más fácil que una pobre mujer que paga sin dolo con un billete falso pase un largo periodo en la cárcel, que molestar o apresar al diputado que fue grabado dando instrucciones para inflar precios de servicios y recibir una parte del negocio fraudulento. Basta observar el perfil de los presos de nuestras cárceles para confirmar que están llenas de pobres.
En el pasado se han presentado distintas iniciativas para reformar íntegramente el sistema de justicia. Años atrás, la Suprema Corte convocó a una consulta nacional sobre el tema; se hicieron múltiples aportes en todas las áreas y se elaboró un llamado Libro blanco. En otro tiempo, Samuel del Villar elaboró propuestas en esa misma línea. Todavía tenemos presentes los análisis a escala local que formuló un equipo encabezado por Miguel Sarre. Todo ello va quedando en el olvido, porque hay una gran resistencia al cambio, derivada del interés de los grupos de poder, que se retroalimentan, reproducen en un pequeño número y se protegen a toda costa. Para ello, controlan la política y la economía y mantienen a esa clase parasitaria que impide que nuestro país dé el salto hacia una nueva legalidad que haga realidad los principios de igualdad contenidos en nuestras declaraciones fundacionales y en los convenios que hemos compartido formalmente como miembros de la comunidad internacional.
La opacidad es un elemento colateral. La constante resistencia de las dependencias públicas a brindar información demuestra que hay una red de complicidades en la que los implicados se protegen recíprocamente. Un ejemplo a destacar es el proceso de formulación de la nueva Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública en el ámbito gremial, renglón que pertenece a ese submundo de las relaciones laborales, el cual, sin embargo, es fundamental, porque podría convertirse en un factor de equidad, de justicia y de propuesta en políticas públicas, como sucede en otros países.
A pesar de los avances que en materia constitucional se han dado durante los últimos 40 años, tendientes a garantizar el acceso público de cualquier persona para conocer y obtener incluso copia de documentos íntegros, como son los contratos colectivos, los estatutos y aquellos que forman parte del expediente de registro sindical, hoy una visión corporativa pretende limitar esta transparencia según se muestra en las dos versiones de ley que el IFAI ha propuesto a la Cámara de Senadores.
Por lo que se ve, el esfuerzo colectivo para lograr que nuestro país sea cobijo de una comunidad más justa tiene distintos frentes. El reto es empujar hacia un cambio verdadero. La primera prioridad, sin duda, es que aparezcan con vida los jóvenes normalistas de Ayotzinapa. Su desaparición ha cimbrado al país y a buena parte del mundo.